La monja y el río



Tomada del Museo Santa Clara. 

     Nunca pude escribir la historia de esa monjita de Pereira que me contó el doctor Uribe. Era sobre una niñita que había quedado huérfana a los dos años, y desde entonces vivía enclaustrada en el convento, sin ver el mundo. Ahora tenía veinte, y estaba enferma, y quizá iba a morir. Al convento sólo podía entrar un hombre, y eso en casos desesperados. Ese hombre era mi amigo, el médico, una especie de patriarca, el único mortal con licencia para penetrar en aquellos muros inexpugnables. Cuando examinó a la monjita en su lecho, ella tenía el rostro oculto tras un velo negro, como usan las mujeres en Oriente. A través del velo se podía adivinar una belleza lánguida que lentamente se extinguía en la fiebre. El médico, que sólo hacía preguntas profesionales, se atrevió a preguntar a la monjita algo que lindaba en los terrenos de la poesía, y que podía quedar como la expresión de su última voluntad. Era esto:

      —Monjita, ¿qué es lo que más te gustaría conocer del mundo de afuera?

     Y ella contestó dulcemente:

     —Un río.



      Esta historia, en su pureza aterradora, me reveló su mundo mágico poblado de fantasmas y sueños, de palabras que adivinaban una realidad misteriosa. El nacimiento mismo de la poesía. 

    Prometí que algún día escribiría ese relato y hasta lo titulé "La monja y el río". Pero nunca lo hice por alguna de estas razones: o porque me faltaba pureza para comunicar el universo inocente de la monjita, o porque me faltó coraje para emprender esa peligrosa expedición al reino puro de la poesía. Ambas razones valederas, y preferí olvidar el asunto hasta esta noche en que el río de la monjita vuelve a agitarse en mi memoria. Me pregunto si habrá muerto. Y en ese caso prefiero que la hayan enterrado con su sueño bajo las rosas del convento, a que hubiera conocido el río Otún con sus aguas negras, la basura que se amontona en sus márgenes, las chozas miserables donde se refugian entre cuatro latas mohosas los fugitivos de la violencia. Qué dolorosa es la realidad en este caso: el hombre arruina el paisaje como un excremento. Así es la cosa. Pero ya van a cerrar este bar y me tengo que ir. Lo malo es que apenas son las tres y no tengo ni tris de sueño. Además, no sé en qué dirección está el apartamento del poeta, ni me importa. Me dirijo hacia el mar . Pienso que me gustaría ver salir el sol desde la Calle del Crimen. ¿Por qué no?


Escrito por Gonzalo Arango.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares