ARQUEOLOGÍA DEL PRESENTE

Destacar en la actualidad crónicas literarias y notas ligeras es confesar que el periodismo literario aun no escribe el epitafio. 
Los desvelados de una nueva generación. 





EL DÍA QUE HÉCTOR LAVOE SE FUGÓ 

DE 

UNA FIESTA DE MAFIOSOS



Tomada de kienyke

Por Juan José Hoyos




     La historia me la contó un taxista, después de la medianoche, mientras íbamos por la transversal superior en dirección sur - norte, de El Poblado hacia Medellín. En un comienzo, me costó trabajo creerla, pero luego la vida me dio pruebas más que suficientes de que era real. 

      El taxista me dijo, señalando con un dedo un barranco, al lado de la avenida, que en medio de la noche, junto a un resalto en el pavimento, tuvo que disminuir la velocidad y se le apareció un tipo vestido de frac y descalzo. El hombre saltó a la vía como si fuera un gato y se quedó parado en la mitad. Se veía que estaba asustado. Le dijo que lo llevara a un hotel. Que iba sin un dólar. Le dijo que era Héctor Lavoe. Que estaba cantando en una fiesta de mafiosos y la cosa se había puesto muy pesada. Que estuviera tranquilo, que en el hotel le pagaban la carrera. El taxista no le creyó. Sin embargo, le abrió la puerta, lo dejó subir y se quedó mirándolo por el espejo retrovisor. Luego, le dijo:

     -Qué pena, señor, pero para yo creerle ese embuste, me va a tener que cantar “Yo soy el cantante” si quiere que lo lleve al hotel.

     Héctor Lavoe se mostró contrariado y después se indignó:

     -Mi pana, ¡pero si por eso fue el problema! ¡Un tipo de esos me hizo repetir como diez veces esa canción, amenazándome con una pistola! ¡Y yo me mamé y le dije a la orquesta no canto más, apaguen los equipos!

     El taxista insistió. Trató de explicarle que el de ellos era otro caso. Qué él estaba haciéndole un favor. Que lo había recogido sin saber quién era él. Que había aceptado llevarlo hasta el hotel sin que le pagara la carrera y que la única manera que tenía de comprobar que él sí era Héctor Lavoe, era oyéndolo cantar esa canción. Héctor Lavoe no discutió más y empezó a cantar:

      Yo soy el cantante / que hoy han venido a escuchar / lo mejor del repertorio
a ustedes voy a brindar. / Y canto a la vida / de risas y penas / de momentos malos / y de cosas buenas.

Vinieron a divertirse / y pagaron en la puerta / no hay tiempo para la tristeza /
vamos, cantante, comienza.

    El taxista dice que cuando oyó la primera estrofa se le pusieron los pelos de punta. ¡El que cantaba era el mismísimo Héctor Lavoe! ¡Nadie más podía cantar así! Lavoe, tal vez sintiéndose un poco humillado, pero contento porque el taxi por fin lo llevaba hacia el hotel, siguió cantando:

   Y nadie pregunta / si sufro si lloro / si tengo una pena /que hiere muy hondo.
Yo soy el Cantante / porque lo mío es cantar / y el público paga / para poderme escuchar.

    El taxista dice que esa noche, mientras llegaban al Hotel Intercontinental, Lavoe cantó toda la canción, de principio a fin. Cuando él estacionó el taxi junto a la puerta principal del hotel, tal como el cantante le había prometido, uno de los managers del conjunto bajó de su habitación y le pagó la carrera. Se despidieron como un par de amigos.

    -No se le olvide: recogí a Héctor Lavoe en el mismo punto donde lo recogí a usted. El tipo salió de un matorral –me dijo el taxista, cuando nos despedimos.

      Un tiempo después, le conté la historia a Umberto Valverde, en Cali, donde Lavoe era un ídolo. Él dijo, abriendo los ojos: ¡Todo eso es cierto! Y me mostró unos testimonios de varios músicos de la orquesta de Héctor Lavoe. Gilberto Colon Jr. recuerda así el episodio:

      “Para llegar a la casa era necesario viajar por helicóptero o ir a pie. Al llegar a la montaña, el conductor del autobús dejó a la banda. De ahí en adelante, tuvimos que caminar, subiendo una colina empinada, por más de media hora, para llegar a la residencia. No había otra manera de llegar a ese lugar tan privado y distante...”

     Eddie Montalvo, el conguero, también estaba presente y recuerda: “Como Larry Landa perdió su vuelo, no pudo llegar a tiempo para ver el espectáculo. Su ausencia causó un problema para Héctor. Los músicos no tenían un representante para protegerles  contra los guardaespaldas en esa residencia. El contrato les exigía a Héctor Lavoe, Vicentico Valdés e Ismael Miranda que tocaran hasta las dos de la mañana, pero antes de comenzar, el organizador le pidió a Héctor que su banda tocara hasta las seis. Debido a la naturaleza amenazante de la propuesta, Héctor declaró firmemente: nosotros fuimos contratados para tocar hasta las dos de la mañana. Lo toma o lo deja…”

      “Cuando fueron las dos de la mañana, Héctor le dijo a la banda que pararan. El organizador los amenazó a punta de pistola para obligarlos  a continuar cantando. Quería que Héctor repitiera Yo soy el cantante. Ismael Miranda se envalentonó y los guardaespaldas también. Hasta que los llevaron a un cuarto pequeño que cerraron con llave el resto de la noche”. El taxista me dijo que el cuarto era un inodoro.

       Montalvo cuenta: “Después de una hora, Héctor rompió una ventana y con la ayuda de los otros músicos salieron uno por uno por ahí, sin sus instrumentos, en la oscuridad y con miedo. Por treinta minutos se resbalaron, se cayeron, hasta que salieron a la carretera. Mientras caminaban, Ismael dijo: En la vida, Dios nos aprieta, pero no nos ahoga”.

     Después convinieron que Héctor parara un taxi y fuera hasta el hotel a pedir ayuda.
     “Al otro día vino al hotel alguien de esa familia y nos devolvió los instrumentos, pero los pasaportes no. Tuvimos que acudir a las autoridades para salir del país”.


Tomado de El Colombiano






EL DÍA QUE LLOVIERON PLÁTANOS 



Tomada de http://www.gabitogrupos.com


Por Ernesto McCausland 




"El Día de la Madre de 1996, a las seis y media de la mañana, Luis Alfredo Sierra acababa de comprar un pollo en el gallinero «El Polo», cuando se encontró con una tractomula de veinte toneladas que venía atravesando el arroyo Carrizal.


Luis Alfredo se frotó los ojos y volvió a mirar. Entonces no tuvo dudas: el monstruo automotor se aprestaba a entrar en el pueblo.



Aquello parecía un espejismo. A La Junta, un poblado guajiro de apenas tres mil habitantes, separado de la civilización por una trocha extensa y pedregosa, solo entraban camperos y camionetas.



El camión se detuvo junto al hombre que llevaba un pollo en la mano. El sudoroso conductor preguntó:



—Tenga la bondad, señor, ¿dónde queda un montallantas por aquí?



“¿Montallantas?”, dice Luis Alfredo que pensó. “Esa palabra no es de por aquí”. Así dedujo que el conductor provenía de tierra fría, lo que corroboró al notar que la placa del camión era de Mosquera, Cundinamarca, en la altiplanicie bogotana, a un día por carretera de allí.



—Siga dos cuadras y cruce a la derecha —le indicó.



Tenía por qué saber: además de ser dueño y conductor de una de las camionetas que llevaban pasajeros entre La Junta y el municipio de San Juan del Cesar, Luis Alfredo Sierra operaba en su casa la única llantería del pueblo y sus alrededores. La tractomula arrancó. Así, desde atrás, Luis Alfredo pudo ver por primera vez el colosal cargamento de plátanos.



A los pocos minutos le dio alcance en la llantería. El conductor, que iba acompañado por otros dos hombres con el mismo acento de tierras altas, le dijo a Luis Alfredo que tenía problemas con tres de las diez llantas del inmenso Brigadier. Luis Alfredo observó con disimulo los surcos de las ruedas y —a ojo de buen llantero— se dio cuenta de que todas estaban en perfecto estado. Pero no se atrevió a contradecir a los extraños visitantes.



Ellos le preguntaron si podían dejar la tractomula estacionada allí mientras iban hasta Maicao, emporio de contrabandistas localizado a tres horas, donde dijeron que se proponían comprar tres «cauchos» nuevos. Disimulando temores y haciendo gala de su genuina cortesía juntera, Luis Alfredo aceptó.



De inmediato, los forasteros intentaron introducir el camión en el patio, donde funciona la llantería, pero el inmenso vehículo no cupo a través del portón de entrada, cosa que Luis Alfredo, de no haber estado tan asustado, les habría podido decir de antemano.



Entonces se vieron obligados a dejarlo afuera.



—No se preocupe que aquí no le pasa nada —aventuró Luis Alfredo—. Este es un pueblo sano.



Antes de que los hombres comenzaran a caminar hacia la carretera, en busca de un jeep que los transportara hasta Maicao, Luis Alfredo les dijo con timidez:



—¿Será que me pueden regalar un par de platanitos?



—Llénese dos costales y son suyos —le respondieron, y enseguida partieron, dejando a Luis Alfredo Sierra dominado por la intriga.



Seis días antes, el pueblo había sido asaltado por el frente 52 de las Farc. Los guerrilleros entraron al colegio, reunieron a alumnos y profesores en el parque —al lado del monumento a Simón Bolívar— y les dieron una charla de tres horas, en la cual les advirtieron a los profesores que no bebieran licor en las noches anteriores a sus clases y a los alumnos que no consumieran drogas. A los que desoyeran las advertencias les harían un juicio revolucionario. Luego, con pintura verde fluorescente, procedieron a escribir consignas revolucionarias en cuanto muro o fachada de casa encontraron disponible. Hasta la ventana marroncita, inmortalizada por el cantante nativo Diomedes Díaz en una de sus primeras canciones, la misma en que este ídolo popular le había cantado tantas serenatas a su eterna novia, Patricia Acosta, quedó marcada con una leyenda que decía: “La revolución está viva” .



Prevenido como estaba con la guerrilla, Luis Alfredo sospechó primero que el cargamento de plátanos estuviera siendo utilizado para camuflar armas. Luego fue más allá y se le ocurrió que si en la población de Chalán, Sucre, la guerrilla había inaugurado la modalidad terrorista del burro-bomba, nada de raro tenía que ahora estuviera innovando con el camión-bomba. Optó entonces por no sacar los dos costales de plátano que le habían regalado y más bien llevarse a su mujer y a sus seis hijas solteras a celebrar el Día de la Madre en su finca de la cercana Serranía del Perijá.



Pero en aquel pueblo muerto y apartado, acostumbrado a que la única verdadera novedad de cada año era la llegada del Larga Duración de Diomedes Díaz los 26 de mayo, la presencia de la tractomula no podía pasar inadvertida: la mayoría de los habitantes jamás habían visto un vehículo de ese tamaño.



La gente comenzó a preguntarse qué hacía aquel monstruo mecánico atiborrado de plátanos estacionado en la casa de Luis Alfredo Sierra. Cuando lo vieron pasar con su familia, costales de plátano a cuestas, intentando disimular su huida lo mejor posible, varios le preguntaron. Luis Alfredo relató la historia tal cual ocurrió, manifestando las sospechas que tenía.



Por ser Día de la Madre, ese domingo el pueblo estaba lleno de visitantes. En casi todas las casas había celebraciones y en las conversaciones brotaba la especulación. Los niños inquietos se acercaban al camión y algunos se montaban, pero sus padres acudían presurosos a bajarlos de allí y a encerrarlos en sus casas.



Al mediodía, a través del único teléfono del pueblo, decidieron llamar a la Policía en San Juan del Cesar, pero esta —temerosa de que se tratara de un señuelo para un ataque guerrillero— jamás se presentó. A eso de las cuatro, cuando se dio cuenta de que la Policía no acudiría, la gente comenzó a rodear el camión, primero con prudencia, luego con inquieta curiosidad. A las cuatro y treinta la ansiedad, y el hambre, vencieron el temor. Los hijos de Arístides Romero y María Castilla se subieron primero y comenzaron a lanzar plátanos hacia abajo, donde las amas de casa los recogían de inmediato, como palomas de parque. Pronto todos los habitantes del pueblo —en su mayoría usando la misma ropa dominguera con que habían estado celebrando el Día de la Madre— rodearon el camión con bolsas y sacos para hacerse a la mayor cantidad posible de plátanos. Algunos llegaron a sacar los tanques de plástico, los mismos que usaban en sus casas para aprovisionarse de agua en tiempo de sequía.



Toya Sierra recibió un platanazo en la cabeza que la dejó temporalmente sin sentido, por lo cual debió ser atendida de urgencia por su padre, Leandrito Sierra, un veterano farmaceuta que hacía las veces de médico del pueblo. Cuando recobró el conocimiento, y aún con un leve mareo, Toya volvió al camión y siguió recogiendo plátanos.



Poco antes de las cinco, Chiche Manrique, reconocido avivato del pueblo, gritó a todo pulmón:

—¡La bomba!



Todos huyeron despavoridos, mientras Chiche se quedaba llenando sacos. A los pocos minutos, la multitud se dio cuenta de la treta y sin perder tiempo volvió a aglomerarse.



Munine Romero, que andaba borracho y en son de problema, sacó su revólver e hizo dos tiros al aire para despejar el panorama. Cuando se dieron cuenta de que Munine era el único que se había quedado llenando de plátanos un saco detrás de otro, regresaron desafiantes y continuaron con la feria de oportunidades.



Desde los tiempos en que el piloto y arquitecto Gustavo Gutiérrez Maestre aterrizaba su avioneta de fumigación en la calle principal y atravesaba el pueblo para parquearla en la puerta de su casa, no se veía revuelo semejante. En medio del paroxismo, la dama evangélica Olga Acosta se arrodilló, elevó los brazos hacia el cielo y exclamó:



—¡Esto es como el maná de la biblia!



Luego, delante de todo el pueblo, protagonizó una escandalosa discusión con su marido, el también evangélico Arnaldo Arrieta, porque este se rehusó a ayudarla a cargar los plátanos:



—Esto es lo mismo que robar —le dijo delante de la multitud—. Y robar no ha dejado de ser pecado.



Así que sin ayuda de su hombre, la misma Olga tuvo que echarse al hombro dos bultos. A media cuadra de su casa, tropezó con una de esas piedras que abundan en las calles de La Junta, cayó y se partió un brazo. Mientras la llevaba a casa del tegua Leandrito, su marido le repetía una y otra vez, voz en cuello para que todo el pueblo oyera:



—¡Eso es pa’que no vuelvas a retar a Dios!



Pero pocos lo escucharon. El pueblo estaba entregado a su carnaval junto al camión.



Era explicable. Aquel doble troque con cien mil plátanos verdes y amarillos había sorprendido a La Junta en las postrimerías de un intenso verano. Las cosechas de pancoger habían resultado pésimas, y muchos junteros estaban pasando física hambre. A pesar de que la temporada de lluvias acababa de largarse, los pocos aguaceros no habían sido suficientes, ni siquiera para humedecer los lechos secos de los dos arroyos que se juntan en el pueblo y que le otorgan su nombre. ‘El Salto’, una cascada cristalina que constituye el otro gran atractivo turístico de La Junta, había perdido parte de su esplendor y se había convertido en un lánguido chorro que se escurría entre la pared de piedras. La aridez general permitía que a duras penas se sembrara yuca, pero en ningún caso plátano. Este se había convertido en un producto exótico.



Al filo de las siete de la noche el camión quedó vacío. Aún los plátanos dañados, que muchos habían despreciado horas antes, fueron recogidos del suelo para ser usados como alimento de cerdos y reses. Ningún hogar del pueblo se quedó sin su costal de plátanos.



Al día siguiente, muy temprano por la mañana, los junteros le avisaron a la Policía que el camión había sido descargado y no había ni armas, ni bombas. Esta vez los agentes sí acudieron y procedieron a llevarse el camión. Apropiándose de la situación, uno de los policías soltó una frase vacía:



—Seguramente se lo robaron lejos de aquí y no supieron qué hacer con él.



También circuló la versión de que el camión había sido utilizado por la guerrilla para transportar armas camufladas entre los plátanos, cosa que Mañe Maestre, el concejal del pueblo, descartó de plano:



—Ahí no cabía ni un alfiler.



Lo cierto es que todo lo que se dijo en aquel lunes post-plátano pertenecía al siempre estéril camino de la especulación.



Ciro Valentín Gutiérrez, agricultor de la Serranía, bajó el martes a La Junta con dos bultos de «dominicos», plátanos pequeños y desabridos que se cultivan en tierras altas. Cuando se enteró de que dos días antes había llovido plátano, se echó a llorar.



La Junta duró un mes comiendo plátanos. Las amas de casa sacaron a relucir las más variadas recetas, todas a base de plátano: perico, asado, azucarado, boronía, con cola, pícaro, cocido, en tentación, a la mulata, dulce con canela, en torta, en tajada frita y en bollo de maduro. Aquel suceso memorable dejó hasta un invento culinario: el arroz de plátano. Al igual que muchos junteros en distintas ciudades de Colombia, Jaime Araújo Castro, el ‘cónsul’ de La Junta en Bogotá, recibió de su madre, por correo recomendado, una caja llena de plátanos. Los habituales vendedores de plátano del mercado público de San Juan del Cesar estuvieron a punto de quebrar por esos días, como consecuencia de la avalancha de campesinos de La Junta que llegaron a vender sus plátanos a precios irrisorios.



Pronto la historia trascendió por los pueblos de la región y a los junteros comenzaron a cambiarle el apellido: Betty Plátano, Luis Alfredo Plátano, Gustavo Plátano.



Pero el gran apunte corrió por cuenta del locutor Enrique Camargo, quien después de contar la historia en su programa regional Noticias Nueve en Punto, que se emite desde Valledupar, exclamó:



—¡En La Junta están esperando que aparezca un camión de queso para comérselo con los plátanos!"




Tomado de WRadio.com.co 
21 de noviembre del 2012







LA MADRE QUE SÓLO ENTRÓ A LA 

ESCUELA PARA MORIR


Por Alberto Salcedo Ramos


Tomada de elpuercoespín

   Si Ludis Mercado Daza estuviera viva habría aprovechado esta visita de la ministra de educación a María La Baja, y seguro ahora andaría por aquí vendiendo sus bolis de Frutiño (*). Pero murió hace dos años, una tarde en que, precisamente, se encontraba en este mismo colegio vendiendo sus helados.

    De repente, sin que estuviera brisando, el viejo árbol de laurel se desprendió del suelo y le cayó encima. Se necesitaron casi cincuenta hombres para remover la pesada fronda y rescatar el cadáver.

    Quien la menciona esta mañana de viernes es Giomar Gracia, rectora de la Institución Técnica Agrícola San Francisco de Asís, donde se lleva a cabo la reunión protocolaria con la ministra de educación, María Fernanda Campo.

    No es común que los altos mandos del gobierno nacional se arrimen a este pueblo caluroso ubicado a setenta y tres kilómetros de Cartagena. Por eso los habitantes están de fiesta. Alfonso Cantillo, el pescador más viejo, se ha calado su mejor sombrero. Águeda Márquez, la fritanguera más veterana, ha desempolvado su falda de cumbiambera. Hay grupos de tamboras, y las mejores cocineras de María La Baja han venido a adobar las mojarras que se servirán en el almuerzo.

         – Si Ludis estuviera viva –repite Giomar Gracia– estaría aquí vendiendo sus bolis.
    
     Diagonal adonde Giomar se encuentra sentada estaba el árbol gigante que se desplomó sobre Ludis la tarde del 28 de abril de 2010. En el único pedazo del tronco que quedó allí han vuelto a brotar las hojas verdes.

      Los padres de Ludis siguen vivos. Pertenecen a esa legión de pobres colombianos que no tienen recursos para educar a sus hijos. Para ellos, además, el estudio es una inversión de tiempo demasiado incierta. Mandar un hijo a la escuela es quitarle a la casa una fuerza de trabajo importante, unas manos que pueden bañar a la hermanita menor o vigilar en el fogón la olla de la sopa. Y nadie les garantiza que el muchacho será capaz de defenderse después con lo que aprenda en el colegio.
     
       De modo que Ludis, quien solo cursó un par de años en la primaria, empezó a partirse el lomo desde chiquita. Recorría a pie las calles del pueblo para vender sus bolis. Su estación favorita era el colegio, adonde iba todas las tardes en el recreo.
    
       Qué ironías las de este país injusto: ella no entró allí a estudiar sino a morir. Lo repite ahora su marido, Rosemberg Cueto, mientras se enjuga con el índice derecho una lágrima que se le resbala por la mejilla.
     
       La única hija de ambos, Joandri, es una de las estudiantes vestidas de fiesta que han venido a recibir a la ministra. Es una morenita preciosa que tiene unas trenzas en el largo pelo crespo. A sus trece años ya decidió que será administradora de empresas.
     
      Ella tiene claro que, aunque suene duro, la mejor manera de honrar la memoria de su madre es entrar en la universidad a convertirse en profesional, para no tener que vender bolis. 

(*) En la ardiente Costa Caribe de Colombia, el bolis es un helado casero. En una bolsa plástica se vierte un refresco; luego a la bolsa se le amarra un nudo y se pone a congelar. Frutiño es una marca de refrescos que se comercializa en todo el país. 

Tomado de El puercoespín, 26 de junio del 2013




UN RECUERDO DE SILVIA GALVIS



Alberto Donadío y Silvia Galvis en 1984, matrimonio de periodistas que hizo historia en Colombia.


Por Juan José Hoyos




   No soy capaz de imaginar a Silvia muerta. Tal vez no he podido sobreponerme al duelo. La siento viva en mi memoria, la siento viva cuando la leo. Tampoco soy capaz de imaginarla llorando. La primera imagen que tuve de ella fue la que se formó en mi mente leyendo sus artículos implacables, y luego sus novelas y sus crónicas. Las demás imágenes son como las de un portarretratos.


    Viendo sus fotos, me impresionaban su belleza y su melancolía. Pero sobre todo sus ojeras. Sufre de insomnio, pensé, cuando la vi cara a cara, sin maquillajes, por primera vez. También pensé: sufre de tristeza. De sufrimiento. Fue en una casa en Bogotá, demasiado grande, demasiado sola. Su cuerpo parecía frágil, pero era resistente, como si hubiera sido hecho con un metal ultraliviano. Tenía la misma cara de las fotos. Sin embargo, cuando escuché su voz sentí que era de una sola pieza, indoblegable, como las mujeres de Santander, su tierra. Después de conversar con ella durante un par de horas tuve la impresión de que en esa casa no había nadie más. Ni siquiera un perrito.



    Esa noche me contó varias historias sobre lo que nosotros llamamos La Violencia, como si habláramos de las guerras civiles del siglo XIX. Me dijo que uno de sus recuerdos infantiles era más o menos así: estaba metida debajo de una cama, escondida de los godos con su madre y sus hermanas. Así los llamó siempre. En su memoria, oía gritos, rezos en voz alta y disparos. No podía distinguir las inacabables guerras civiles del siglo XIX de nuestras tristes guerras del XX.



    Nuestro siguiente encuentro fue con su segundo esposo, Alberto Donadio. Él era mi amigo desde los años en que trabajamos juntos en El Tiempo . Silvia y él se habían casado hacía poco. Estaban felices. Charlamos largo rato en "O Sole mío", un restaurante de Bogotá donde Alberto siempre comía spaghettis, yo alguna carne preparada con hierbas al estilo del sur de Italia, y ella casi nada. Se alimentaba como un pájaro, pero comía prójimo y sobre todo políticos como si fuera la redactora estrella de una revista de farándula.



    Luego nos encontramos en Bucaramanga, la tierra de su familia. Había aceptado dirigir Vanguardia Liberal. Por esa época, estaban de moda las bombas contra los periódicos por cuenta de la guerra de los narcotraficantes contra el Estado y contra el Tratado de extradición de colombianos a Estados Unidos. Al periódico fundado por su padre, Alejandro Galvis, le pusieron una que destruyó buena parte del edificio.



    Los demás recuerdos que tengo de ella son como postales de un álbum: Largas caminatas de noche por las calles de Bucaramanga. La luz de su cuarto encendida, casi hasta la madrugada: era una lectora febril. Conversaciones de horas y horas sobre los libros que estaba leyendo. Horas interminables en los sótanos del Ministerio de Relaciones Exteriores, con guantes de cirugía, una mascarilla y gafas, como una médica en una sala de operaciones, abriendo costales llenos de documentos. Era tal vez la primera vez que un periodista entraba a ese sótano buscando documentos de nuestra historia diplomática. Ella, que era alérgica al polvo. Trabajaba en su libro "Colombia nazi".



    Después de su retiro de la revista Cambio y del periódico El Espectador , donde escribió algunas de sus mejores columnas, mis diálogos con ella fueron cada vez más escasos. Me enteraba de algunas cosas de su vida por las noticias que me traían los amigos. Por ejemplo, que estaba escribiendo su libro sobre " Los García Márquez ". O acabando " Soledad ".



    La última vez que la vi fue en una de sus escasas visitas a Medellín. No le gustaban algunos recuerdos que tal vez le revivían estas montañas. Poco después me contaron que ya viajaba muy poco. Cada año, iba a su casa en Canadá. Era una casa que amaba y que pintó con sus propias manos. Visitaba a alguna amiga suya, como la historiadora Aída Martínez de Carreño, quien estaba enferma de cáncer y vivía en un pueblo de la Sabana. A veces, jugaba tenis. Y leía y escribía todo el tiempo. Su muerte fue una sorpresa difícil de aceptar. El día que murió en Bucaramanga, la editorial Planeta estaba imprimiendo su último libro. Sé que sufrió mucho al final de su vida por causa de una rara enfermedad, con la que luchó día tras día con el mismo valor con que se enfrentó a su oficio de periodista y escritora, pero no soy capaz de imaginar a Silvia llorando. Y todavía sigo sintiéndome incapaz de imaginarla muerta.



Tomado de El colombiano, 18 de abril del 2010, Medellín






UN APRENDIZ DE BILLY THE KIND


Por Cristian Valencia


    El letrero, pegado de la barra de aquel quiosco, decía: "Si no va a comprar no se siente, esto no es del municipio. Si no tiene plata no pida nada que de su comportamiento dependen los machetazos". En ese momento entendí que estaba en territorio salvaje. Quien atendía era un muchachito negro de aproximados 16 años, malencarado y serio, de pocas palabras. Al comienzo yo no entendía por qué me atendía tan mal, si estábamos en el bello parque Néstor Urbano Tenorio, con vista al litoral pacífico, en la hermosa bahía de Buenaventura; y era viernes, y todo el mundo paseaba con tranquilidad en medio de los quioscos con música a volumen mesurado.

     Llevaba poco más de dos horas en el puerto y estaba feliz de estar allí, en el corazón de aquel guaguancó soberbio de Niche en donde hay cariño y ternura y ambiente de sabrosura. Pero cuando se desgajó el aguacero y quise escampar en aquel quiosco me encontré de sopetón con esa realidad dura de ceños fruncidos y música funeraria con aire de ranchera y letreros absurdos que envilecen la nobleza y amabilidad de la mayoría de los bonaverenses. 

    Entonces recordé el estallido de las bombas y combates por el territorio entre grupos ilegales, y muertos porque sí y muertos porque no, que arrojaron la espeluznante cifra de 350 en el primer semestre del año pasado. 

    Y supe que habían pasado más de 20 años desde la composición de aquella canción. Y que del Caney al Bulevar ya no hay dos pasos porque no existen.

    Le pregunté al muchachito si ese letrero era creación suya y me dijo que sí, casi orgulloso de la construcción de aquel saloon del medio oeste, en donde se trababan a pistoletazos los más avezados pistoleros. Era un aprendiz de 'Billy the Kid', sin duda, que en realidad no entendía muy bien la clase de mundo que estaba conjurando con ese letrero. Un mundo difícil que a la vuelta de la esquina lo tendrá parado frente a otro vaquero, quizá más rudo, retándolo a un duelo a muerte en cualquier callejón oscuro y polvoriento. Y recordé también que algo parecido le sucedió a Oscar Wilde cuando visitó Salt Lake City, aterrado frente a un letrero que reposaba sobre un piano que alguien tocaría: "Se ruega al público no dispararle al pianista, que lo hace lo mejor que puede".

      Buenaventura ha cambiado, sin duda. No sólo es una ciudad más moderna que hace 20 años. También es una ciudad más dura. Si antes la salsa retumbaba en todas sus calles hasta la madrugada, hoy en día el volumen se controla y las calles se desocupan temprano porque hay un run run por las calles. Un run run que parece un pum pum. Pero la gente no se rinde, menos mal. Caminan y bailan y ríen: usan su ciudad hasta donde se puede y esperan con paciencia que un día aquella estética de vaqueros se desvanezca. Mientras tanto, mucho ojo: "No te vas a meter a tal barrio, porque lo controla la guerrilla. Y tampoco te metás a aquel otro, porque lo controlan los paramilitares". 

     Sucede que si usted no puede explicar su presencia en ciertos lugares, de una manera convincente, lo más probable es que pum pum. Y el run run sigue.

     Hubiera podido no ver nada, no darme cuenta de nada, porque el centro de la ciudad es un oasis. Como si existiera un pacto tácito de paz en aquel lugar, una especie de tapo remacho, aquí estoy seguro. Pero por ahí, en medio de los edificios republicanos con pátina de selva húmeda, se mueven los verdaderos periódicos del puerto. Hombres embambados como Mario Barakus en sus camionetas cuatro por cuatro oyendo corridos peligrosos; niñas adolescentes jineteando en el puerto, cogiditas de la mano con ancianos decrépitos; y el whisky es barato, y los perfumes, y los relojes; y mucho blanco haciendo 'negocios' en el puerto; y ese alevoso letrero a la vista de todos en medio del paraíso, son las verdaderas noticias que traigo del puerto de la Buenaventura.


       Y no sé, en realidad no sé, cómo podrán detener aquello.


Tomado de El Tiempo, 27 de mayo de 2007
Ilustraciónde Billy the kind, tomada de http://www.pbs.org  




RÉQUIEM POR LA TERTULIA


"Calle de los Turcos" Sincelejo

Por Ernesto McCausland



    Por la llamada "Calle de los Turcos" de Sincelejo todavía pasan tipos como Donaldo, quien promociona veladas boxísticas y rifas. Lo hace con un sistema que, en esta era del becerro de oro digital, uno supondría acabado: cargando una cartulina, con letras multicolores pintadas a mano y sin un solo pregón. Por lo demás, la calle ha ayudado a despojar a Sincelejo de la estampa bucólica de otros tiempos, cuando por allí deambulaban burros en vez de Toyotas y los almacenes eran atendidos por hombres árabes de mirada recelosa, no por las muchachitas que con su risa suelta pretenden atrapar a los transeúntes para una compra de ocasión.
      William Quessep ha sido, hasta esta semana, el último turco de la "Calle de los Turcos". Allí, a metros del antiguo mercado, vio correr su vida, desde los tiempos en que su padre, Name Quessep, regateaba a brazo partido los precios de las telas en su propio almacén, "Estrella Roja". El nombre no significa nada en especial. Un buen día, a comienzos del siglo pasado, un publicista de correrías le ofreció elaborarle un aviso y Name, sin soñar siquiera que algún día se inventaría la palabra marketing, le entregó cinco pesos y aceptó que el hombre pintara lo que quisiera. Años después, en la violencia, un sargento de la Popol llegó a exigirle que cambiase el nombre por "Estrella azul" o de lo contrario el negocio quedaba cancelado. Don Name buscó influencias y salvó el nombre, que todavía existe, pero con distinto propietario.
    Hoy los paisas están por doquier. Como parte de un curioso fenómeno que se ha venido anidando durante los últimos años en la Costa Caribe, la de los turcos es ahora la "Calle de los Paisas" y William, el hijo de Name, una especie de Boabdil, el último rey moro de Granada. Un Boabdil locuaz y nostálgico que recuerda los tiempos campesinos de la otra Sincelejo, no esta barahúnda de mercachifles.
Calle Real- Sincelejo
Proclive a las buenas conversaciones más que a las buenas ventas, William optó por una cafetería antes que otro almacén. Así nació hace 32 años la "Cafetería William".
      Allí no hay sillas de aluminio, ni de plástico. El mobiliario está elaborado en pedazos de árboles de la región, que conservan parte de sus formas y sus vetas. De la misma manera, William supo convertir el lugar en un santuario de la prolífica artesanía sinuana: hay allí un reloj elaborado en calabazos o una banda pelayera tallada en madera. En un ambiente fresco y amplio, enmarcado en arcos y columnas mudéjar, en medio de una algarabía de loros parlanchines y canarios canores, William sirve sus manjares, que no son otra cosa que una metáfora de la amistad: pueden alternar, afablemente, en un plato, el quibbe árabe con el casabe lugareño.
      De allí que jamás hayan faltado los tertuliantes. Los hay de todas las edades, de todos los niveles sociales y culturales. Allí uno encuentra, en una misma mesa, a un ex magistrado con un artesano de Momil, con el hombre que se jaló un completo libro sobre el derrumbe de las corralejas, con un poeta sin nombre y -por supuesto- con William, el gran alcahueta de la fiesta matinal de la palabra. Allí, mucho antes de los líos que hoy resuenan desde la capital, presencié un hirviente duelo de voces entre un jovencito desdentado que aseguraba que el candidato Uribe era un falso profeta y un caballero de linaje que argumentaba que aquel era el salvador de la patria.
     Dicen en Sucre que la lengua no se cansa. Pero el bolsillo sí. Agotado de subsidiar su centro de tertulias, William ha decidido sucumbir ante el empuje de vecindario y le ha vendido a uno de los almacenes, que convertirá el templo de la tertulia en bodega de mercancías.
    Atribuyamos esta hecatombe cultural a la lógica metamorfosis de un país que pocas cosas quiere preservar. Mueren las tertulias, como se muere el alma de la nación. William, a lo contrario de Boabdil, no derramará una lágrima, ni nadie podrá decirle "no llores como mujer lo que no supiste defender como hombre". Claro que lo intentó. ¿Pero quién puede ante Don Dinero?


Tomado de El Tiempo, 31 de agosto de 2008




LA CACEROLA

Tomada de: http://losvalientesoldadosdel73dechile.blogspot.com


Por Lisandro Duque Naranjo


    La cacerola se ha convertido en un eficaz instrumento de insurrección masiva. Por lo menos en Argentina sirvió para bajar a cuatro presidentes en el lapso brevísimo de una semana, haciéndole honor a su condición de utensilio para preparaciones rápidas. ¿A quién y cómo se e ocurriría la idea de darle a la cacerola, con tanto éxito  ese empleo de arma de repetición, si hasta la fecha no había sido un objeto participante en grandes hazañas y su trayectoria había sido más bien discreta, incluso en la cocina donde es apenas un implemento auxiliar? Debió ser el azar. Alguien acaba de comprar una para un sofrito, pasó por donde había movida, la puso al revés convirtiéndola en un tambor desafinado, y le sonó no propiamente la flauta. Otros se antojaron y ahí fue troya.

    Otro secreto de la cacerola, además de la bulla que hace, es su condición portátil. La cacerola, en, efecto, puede cargarse en las carteras de las mujeres o en los maletines de los hombres, por si acaso se atraviesa en el camino una protesta tenerla a mano para sumarse al ruido y cuando todo se termine --- es decir, cuando el gobierno se derrumbe---, guárdala de nuevo para llevarla a casa. Quién sabe cómo quedará un guiso hecho en un trasto con el que se acaba de derrocar a un presidente.  Más que frente a un plato de rutina, creo que el comensal, cuando se sienta a la mesa a consumir algo cocinado en ese recipiente sedicioso, debe experimentar la certeza de asistir a una ofrenda primitiva. Y que en lugar de nutrirse o tragar, funciones estrictamente orgánicas  degustas cada bocado como un buen conspirador. Como un gourmet politizado

La marcha de las cacerolas.
Fuente: Emilio Filippi-Hernán Millas.
  La cacerola, además, no cuenta con la reputación obvia y agresiva del cuchillo, ese otro artefacto culinario. Ni se parece a la cuchara, ese cubierto que aunque es igualmente anodino ---- me refiero a su protagonismo en grandes gestas , fuera de casa--- tiene por lo menos refranero propio: " No pelearse con la cuchara", " el palo no está como para cucharas", "buena cuchara el hombre", "el mejor cocinero se enreda con las cucharas", etc. Ni se permite lujos como los que se le atribuyen al tenedor  "La invitación fue a una cena de un mundo de tenedores". Y si se le compara con los platos, ahí también se advierte su anonimato: " Quien paga los platos rotos", "como si fuera plato de segunda mesa", etc. No conozco, pues, alegorías ni dichos que aluden a la cacerola, salvo a los que ahora, cuando , cuando se inicio en la sublimación  comiencen a inventársele. Ya pro lo menos el sufijo "azo", que estuvo antecedido durante mucho tiempo por nombres de ciudades como Bogotá y Caracas en las ocurrieron grandes alzamientos --- "el bogotazo", " el caracazo"----, ha perdido su vínculo con geográficas especificas para adherir a ella que estaba tan confinada a la muy doméstica revuelta de huevos.
   
Tomada de: http://pinochetelheroe.blogspot.com
    Tiene la cacerola, entre los congéneres de cocina, una precursora que durante años ha dominado la escena de la refriega social: la olla.  Pero guardan entre ambas grandes diferencias de estilo. Las manifestaciones de ollas vacías son el símbolo del hambre. "Estar en la olla" equivale a desempleo. Las ollas comunitarias son la forma dramática de la solidaridad entre los grupos que se encuentran ya en el borde de la indigencia, con sus sopas nocturnas humeando en las calles encima de las brasas. Pero no nos digamos mentiras: son silenciosas y no les quitan el sueño a los gobiernos.

   La cacerola, por su parte, es diurna, individual y pulcra. Se llega con ella a los actos multitudinarios pero no a echarle aceite para calentar nada. Y repetir mucho menos. No es casual que sus primeros birlados y que el estreno de su semántica contestataria hubiera ocurrido en las puertas de los bancos, lugares de apariencia escéptica, pero sobre todo, de una acústica enorme.


El Espectador, 17 de febrero de 2002.






LO QUE APRENDÍ DE... LAS MUJERES

Por Santiago Gamboa




"Las batallas con las mujeres son las únicas que se ganan huyendo", decía Napoleón.



     Debo aceptar que en esto el prodigioso corso sí que se excedió en sabiduría, incluso dejando regado a su cuasi contemporáneo Soren Kierkegard, que odiaba a las mujeres y por lo tanto sus apreciaciones son menores, pues no se debe teorizar sobre lo que se odia.



        Napoleón, que era un hombre bajito y por lo tanto presuntuoso, sí dio en el blanco. Por eso toda idea que aspire a hacer jurisprudencia sobre ellas, su intelligere o modus operandi (no fornicandi) debe llegar, final o fatalmente, a la premisa universal del que quedó segundo en Waterloo, que es un modo de decir: llegar al silencio o a la lejanía.



      No sé si estoy siendo claro. En realidad lo que he aprendido de las mujeres es que los hombres pocas veces las hemos comprendido, y por supuesto no aspiro a ser el primero, faltaría más. He aprendido, como ya dije, que a Kierkegard se le fue la mano, que Tolstoi fue un machista desaforado, bulímico de hembras; que Elena de Troya, si hubiera vivido en nuestros días, le habría dicho a su esposo el rubio Menelao: "Quédate con tu melena, o menéatela, pero no seas intenso, déjame vivir mi arrebato con París", aunque sin Guerra de Troya la humanidad no sería lo que es; también he aprendido que Madame Bovary tuvo razón en ponerle cuernos al marido y luego suicidarse, pues las frases que más repiten las féminas en las controversias de pareja son: "No sabes quién soy", "no me conoces". ¿Pero quién podría conocerlas? Conócete a ti mismo, esculpieron los sabios griegos en el templo de Delfos, ardua tarea. Y por supuesto aprendí que el bolero Contigo aprendí es tan solo una sucesión de frases vacías en las que no cree ya nadie.



       Lo que es verdad universal, en cambio, es que las mujeres se maltratan entre sí de un modo perverso, pero siempre entre sonrisas. ¿Quién nos contará el peor chisme de una mujer? Su mejor amiga, no hay duda. Por eso prefieren la amistad de los hombres, que son su presa, con especial atención al amigo gay, que es perfecto: una mujer que no les compite. Con él pueden, de verdad, abrir su corazón. Hay todo tipo de mujeres, claro, desde las muy normales hasta las extremadamente alteradas. La combinación más peligrosa que conozco es la siguiente: joven, bonita, rica, hija única, bien educada y con padre ausente. Hay otra escuela de pensamiento que, en lugar de padre ausente, completa la tipología con el rasgo: enamorada del padre. Sobre esto no hay acuerdo, pero yo creo que el padre ausente genera más peligrosidad. 






    ¿Cuál es el resultado de esta sumatoria? La receta suele dar un cuadro de mujer elegante y salsómana, malgeniada, generosa de entrepierna sin llegar a casquifloja, estructurada políticamente y con preocupación social, potente entre las sábanas, despilfarradora, segura de sí, amante de los deportes de riesgo y las locuras amatorias, pero asesina con quien comete el gravísimo error de provocarle amor. Es fácil reconocerlas a la hora del desayuno, pues no están acostumbradas a tomar el café caliente. ¡Que la humanidad o quien sea las espere! Los hombres las adoran y eso lo toleran, pues se dejan querer, pero escapan como un ciervo asustado en cuanto sienten amor, pues las hace frágiles. Son "abandónicas". Es común enamorarse de ellas a primera vista, que no es más que la súbita percepción de que alguien puede destruirnos. Cuando uno entra en su radar ya está atrapado, a punto de caer al abismo y romperse la madre, y por eso debe, si aún puede, correr sin mirar atrás, saltar por una ventana, acelerar. Pero ellas huelen el miedo, como los perros, y aprietan con más fuerza si ven que uno quiere escapar, pues son ellas las que asestan el golpe. Dios santo, he visto a sus víctimas y se me oprime el corazón: hombres ojerosos llorando en los bares; seres perdidos y sin rumbo, pateando latas por las calles, intentando suicidarse con pistolas de agua cargadas de vodka, haciendo el ridículo con amigos o colegas, cayendo en furibundas anorexias, escribiendo poemas de Neruda y pidiéndoselo a antiguas compañeras de colegio, en fin, algo horrible. 



        En el terreno laboral aprendí que las mujeres trabajan más, se concentran mucho y no duermen siesta. También que un hombre debe evitar tener de jefe a una mujer, sobre todo si esta desea demostrar que sí puede cuando nadie la está poniendo en duda, momento en el que hay que dejarlo todo y huir por los tejados. O cuando cobra las maldades de sus novios o ese capricho de la naturaleza que hizo que fueran ellas las que tuvieran la regla y el nada despreciable esfuerzo de la procreación y los dolores del parto, y por eso casi siempre acaban echándolo a uno a la calle o, como se hace ahora, aceptándole la renuncia. He aprendido, en suma, que toda relación con una mujer es por definición imperfecta y que la máxima aspiración, muy a largo plazo, es que se convierta en un lento y placentero proceso de paz. 




Tomado de revista Soho, 17 de febrero del 2009











































































BOGOTÁ, FEA Y BARRIGONA, PERO SEDUCTORA


"Bogotà para Alejandro Obregón" Por Gustavo Zalemea. 1994

Por Eduardo Arias



Bogotá es una mujer fea. Muy fea. Cada día amanece más fea. Según los cánones de belleza que imponen las pasarelas de París, Milán y Dsseldorf, esta mujer no tiene caso. No ha nacido el cirujano que sea capaz de arreglarle al menos uno de sus defectos más protuberantes.

Habría que borrarla y volverla a hacer desde el principio , concluyen los sabios cada vez que se reúnen para evaluar tan difícil caso.
Alguna vez fue esbelta. En 1942 tenía cintura de avispa en el sitio donde se unen las carreras 13 y séptima. Basta mirar viejas fotografías suyas que reposan en las mapotecas del Instituto Geográfico Agustín Codazzi para comprobarlo. Era casi tan linda como Ava Gardner.
Memoria del palacio de Justicia
 (Hielo y sangre)
.1995. Gustavo Zalamea
Ahora no tiene cintura. Por el contrario, le sobran llantas. Y montallantas. Todo el occidente es una enorme adiposidad de asfalto. El sur también, lo mismo el norte. Pobre Bogotá. Cuando vino el papa Pablo VI le construyeron la avenida 68 y le salió barriga.
Es una mujer llena de arrugas, cicatrices, barros y espinillas. Además, es una enferma compulsiva. Hipocondríaca. Le fascinan las enfermedades crónicas. Sufre de diversos males y ninguna EPS se los cubre porque son preexistencias viejísimas. Muchas de ellas datan de antes del 9 de abril de 1948. He aquí algunas: arterioesclerosis múltiple, osteoporosis, oclusión intestinal, gastritis, edema pulmonar, mal de Parkinson. Para colmo, le tienen que hacer un by pass muy costoso en Chingaza y no se sabe por cuánto tiempo estará convaleciente.
Además, desde hace décadas padece de síndrome de administro-deficiencia adquirida. Está invadida de toda suerte de parásitos, de cepas mutantes imposibles de extirpar con los medicamentos actuales.
Pobre Bogotá. Fuera de gorda, hinchada.
Pero eso no es todo. Es una mujer densa y amargada. Un manto gris de niebla y polución tapa su rostro. Alguna vez trató de ser verde. Nadie le creyó que era verde y decidió volverse opaca. A veces decide descubrirse el rostro y nos muestra los hermosos ojos verdes que son sus cerros y páramos circundantes. Pero cada vez menos, y en ellos aparecen feas manchas color ladrillo, color cantera, color cemento armado.
Es una mujer abnegada. Se despierta a las 4 a.m. y quiere seguir despierta hasta el otro día. Por suerte, un terapeuta ocupacional de origen lituano la mandó a dormir a la 1 a.m. y desde entonces se la nota un poco más tranquila.
"Mar en la plaza" Por Gustavo Zalamea. 1994
Es fea, sí, pero muy digna. Y como buena fea que se respete, es descuidada. Además, sabe muy bien que su fealdad y su gordura son muy seductoras. La experiencia, que llaman. Sabe que todos aquellos que no hacen más que enumerar sus defectos y echárselos en cara la aman con todo el corazón. No pueden vivir sin ella. La dejan una semana y se mueren de las ganas de volver a verla, aunque sean incapaces de reconocerlo en voz alta.
Ellos, los que reniegan, muchas veces regresan de noche en avión. Cuando sobrevuelan Facatativá y el avión inicia la aproximación a la cabecera de la pista, empiezan a verse las luces amarillentas de los invernaderos y las luces rojas de las filas de carros que regresan para agigantar el trancón, Ellos, los que regresan, maldicen. Pero maldicen de amor.



El Tiempo, 8 de marzo de 1997.






LOS LENGUAJES OLVIDADOS


Fabian Pérez 


Por Ramón Illán Bacca



Las abuelas utilizaban el abanico de mano como una forma de lenguaje.

En los saraos las bellas muchachas agitaban el abanico para indicarle al pretendiente un " Vete que viene mi papá" o "Nos vemos en el jardín".

Como ya no se usa el abanico ----por lo menos como antes---- esa forma de comunicación se perdió. Como se está perdiendo la del cigarrillo. ¿Me da lumbre? le pregunta Ava Gardner a Gregory Peck en una escena de Las nieves del Kilimanjaro y de allí surge una gran pasión. Pedir un cigarrillo o que se lo encendieran era una forma de aproximación amorosa o amistosa.

Además, en el arte de las señales fumar era indispensable. En una reunión, una aspirada después de una mirada sensual era una cita segura. Nadie discutía las letras del tango, fumar es un placer genial, sensual. Ahora vaya uno a pedir lumbre y lo más probable es que se encuentre con una de las nuevas formas patentadas de la intolerancia, pues además de recriminarle y tratarlo de dinosaurio y otras bestias por el estilo se le negará el derecho a fumar tranquilo. Todas mis simpatías por el Clinton de la primera época ---cuando era liberal---- se enfriaron cuando supe las disposiciones de doña Hillary de suprimir todos los ceniceros en la casa blanca. 


Ni hablar que el lenguaje del sombrero se perdió ya que el sin-sombrerismo se impuso hace más de medio siglo. Pero la gran venia quitándose el sombrero o el gesto apenas amable de colocarse los dedos en el ala tenían su valor específico conocido por todos. La flores permanecen, pero los precios impiden que estén al alcance de todos. Las rosas rojas eran indicativas de un gran amor, las violetas se las vendían a los caballeros que iban a un espectáculo, para ponérselas en el ojal por lo menos, eso es lo que dice la canción popularizada por Sarita Montiel. Sin embargo, al escribir esta columna y consultarle a las amigas que estaban cerca, ninguna recordaba el significado de cada una de las flores y cómo leer un ramo.

Tampoco hay ahora piropos. " Sus brazos me recuerdan los de la Venus del Milo", dice el galán. Pero si la Venus esa no tenía brazos responde ellas. " Por supuesto, porque los tiene usted", concluye él. Este dialogo tomado de una película argentina es ahora inconcebible. Hay que oír lo que se grita en el Paseo Bolivar.

El silbido de admiración todavía se usa, mas no tanto como antaño.

"¡Fiu, fiu, mira chico qué mujer!", era una de las propagandas que mñas pegó.

El silbido de reprobación y el de admiración todavía están allí. Las trompetillas, conocidas como riapo están que dando apenas para las marimondas del carnaval cuando son insuperables como forma de reprobación.

Y también se está acabando el lenguaje de las serenatas del trío clásico han pasado a darse con el conjunto vallenato. Y no puedo seguir porque se acabó el espacio.


El Tiempo, 8 de noviembre de 1996.




EL FUROR DE TENER LIBROS



Por Héctor Abad Faciolince


Hay gente que juzga a los demás por la cara, por la marca de la camisa, por el carro, por el barrio en que vive, por la novia o el esposo, por los zapatos o según si usa escapulario de la Virgen o una pepita de cuarzo sobre el pecho. Yo no sé ustedes (cada cual tiene sus prejuicios), pero yo juzgo a los demás por sus libros. No por los libros que escriben -pues como decía Borges el ser humano puede ser superior o inferior a sus obras, y además no todos escriben libros-, sino por los que leen. Ya me imagino algunas objeciones inmediatas: hay gente que lee en bibliotecas públicas o que compra libros, los lee y los regala; de acuerdo, pero a estos la lectura se les nota pues la llevan por dentro. Los excluyo de mi prejuicio.

También es obvio que en un país miserable como Colombia no todo el mundo puede permitirse una biblioteca. Ni siquiera todo el mundo sabe leer. Está bien, entonces uno a los pobres los puede juzgar por su bondad o por su limpieza, por su rebeldía o por su sumisión, pero una vez pasado el umbral de la miseria, a cualquier persona se la puede juzgar por sus lecturas. Les aseguro lo siguiente: en un "agáchese" de cualquier ciudad de Colombia uno puede comprar un buen libro por 2.000 pesos. Si compra uno a la semana, en 100 semanas (dos años) ya tiene una biblioteca seria y respetable de 100 libros.

No basta tener buenos libros. He visto bibliotecas impecables, muy bien escogidas, pero con todos los libros intonsos. No hagan esa cara: "Intonso" es una de esas palabras que ya no se usan, entre otras cosas porque (salvo en ediciones muy sofisticadas como la de La Mansión de Araucaima que regaló en diciembre la Fundación Mario Santo Domingo) ya casi nunca se editan libros con los pliegos sin cortar. Un libro sin cortar es un libro intonso, y un libro que permanece intonso en una biblioteca, es un libro que evidentemente no ha sido leído. Hay otros signos: el lomo sin arrugas, las páginas sin subrayar, las hojas de una lisura virginal.

Claro que los que sufrimos del furor de poseer muchos libros (una manía, un vicio, un pecado de orgullo y avaricia) no leemos todos los libros que compramos. En primer lugar, no tendríamos tiempo. Hay libros que uno compra simplemente porque tiene la ilusión de que la vida es muy larga y que tarde o temprano nos va a dar la oportunidad de leerlos. Yo no creo que nunca vaya a leer completa La decadencia de Occidente de Spengler, pero la tengo ahí, por si un día me jubilo, o por si quiero consultar un capítulo. Tampoco creo que vaya a leer todos los Aforismos de Hipócrates, ni todas las Cartas de Séneca y muchísimo menos las 500 ó 600 Comedias de Lope de Vega. Pero si un día me da por leer -como me pasó hace poco- La hermosa fea, porque encontré en otro libro una cita maravillosa de esa obra, sé que puedo acercarme a mi biblioteca y que la tengo ahí, esperándome con una sonrisa.

Cualquiera que tenga biblioteca en la casa (y es triste que ya muchos desprecien la idea de tener una biblioteca personal) sabe que los libros sin leer están ahí, esperando el momento propicio. Tres veces empecé La montaña mágica, sin conectarme con el libro, pero como confiaba en que la falta era mía, no de Mann, la cuarta vez me sumergí en un mundo que me abrió otro mundo. Y estoy esperando a que me pase lo mismo con El doctor Faustus, después de dos intentos fallidos. Al morirnos habremos dejado muchos libros sin leer, pero la vida es también dejar una gran cantidad de posibilidades abiertas, y quizá quienes hereden nuestros libros hallarán el ánimo y el momento propicio para leerlos.

Pequeña biblioteca en Thailandia
Hay un cuento bellísimo de Manuel Mujica Lainez que es narrado en primera persona por un libro. Es un libro que tiene una enfermedad terminal ("blatta americana o, más simplemente, polilla de los libros") y antes de desaparecer cuenta la historia de las bibliotecas y de las manos por las que ha pasado. En su siglo de vida fue leído apenas una vez, por una camarera que dejó manchas de lágrimas entre sus hojas. En fin, hay que leerlo: se llama Memorias de Pablo y Virginia.

Empecé diciendo que juzgo a las personas por sus libros, o mejor, por sus bibliotecas, y después me perdí. Cuando entro a una casa me voy directo, con impudicia, a las estanterías donde veo libros. Los miro, los cojo, los hojeo, los acaricio. Y como ese libro del cuento de Mujica Lainez, parece que cada uno me contara su historia. No tienen que ser muchos libros. No tienen que ser de Heidegger para que su dueño me parezca serio o digno, ni mucho menos. Puede ser un folletín francés del siglo XIX, o una novela rosa del XX, o un breviario religioso, o un manual de geometría. Las páginas leídas me cuentan si la persona en cuya casa estoy es capaz de pasarse un rato sin pensar en los demás o en los propios compromisos, sino encerrada en el propio pensamiento, o en la actitud contemplativa que sugiere un libro, dedicada a esa actividad que Quevedo definía "conversación con los difuntos, y escuchar con los ojos a los muertos". No es que yo piense que las personas iletradas, que se dedican solamente a la vida práctica y real no sean respetables. Lo que pasa es que tengo el prejuicio de que difícilmente podríamos ser amigos.



Tomado de Semana, febrero de 2003




RABIAS TRISTES

"Expúlsame esta rabia" Manual Aguirre Cassio- 2009
Por Mauricio Pombo


No solo a mí, a una gran cantidad de gente nos da rabia con aquellas personas que limpian los parabrisas, atacando de atrás, mientras el semáforo está en rojo. Es medio injusta esta rabia que llamo rabia triste o inútil o mal dirigida. Me puse a averiguar entre conocidos por las diferentes rabias tristes que sienten en su diario transitar por las calles de Bogotá.
Hay gente que les coge tirria a ciertos mendigos de la ciudad. Algunas veces con cierto fundamento racional, la mayoría de ellas de manera totalmente irracional. A un amigo se le sube la adrenalina con un ciego que pide en la 77 con 7a. Me explica que lo saca de casillas, pues está convencido de que el tipo puede ver. Me asegura que lo vio algún día en el centro de la ciudad, en la plaza de Bolívar, caminando sin bastón y alimentando palomas. Yo por mi parte le sugiero que, para bajarle a la neura, piense más bien que le está dando la moneda no por ciego sino por buen actor.
Hay otro conocido que le tiene bronca a una mujer -de aquellas miles- que pide limosna mostrando el cartelito mal escrito en el que nos cuenta su condición de desplazada. El asegura que su molestia proviene del hecho de que para él esa mujer no es desplazada, ya que no es negra, ni usa sombrero y, además, tiene cara de boyacense, de donde, según él, no hay desplazados. Le sugiero, para bajarle al odio que le genera la joven, que tome en consideración la posibilidad de pensar en que se trata de una desplazada de la riqueza.
"La rabia de Silvio Rodriguez"- Robert Hernandez. 20009
A mí, por ejemplo, me vuela la piedra un viejito paupérrimo y jodido por el simple hecho de que escupe, cada tres segundos, unos gargajos espesos y amarillos. Rabia triste, rabia irracional. Una amiga detesta a una vendedora de flores porque la vio alguna tarde cascándole salvajemente a una niñita. Esta furia la justifico.
También se dan las rabias generalizadas contra grupos de personas o gremios. Hay gente que les tiene rabia a los taxistas. No a este, o a aquel, o a tal otro, sino, en fin, a todos. De manera que al pobre tipo le va a dar un paro cardíaco, pues taxis hay de a veinte por cuadra. Cosa similar me ocurre a mí con los buses, por el humo que expiden, por el ruido que hacen, porque paran donde les da la gana, etc. Y la rabia no discrimina, a pesar de la irracionalidad subyacente a la generalización.
Da rabia que nos den rabia tantas cosas, en lugar de dirigir la rabia contra quienes propician tantas pequeñas rabias tristes. La rabia debe estar localizada contra quienes desplazan y no contra los desplazados; contra la corrupción y no contra los desempleados; contra quienes piratean y no contra quienes venden lo pirateado. Y así sucesivamente. Es mejor concentrar las rabias donde corresponde y dejar de desperdiciarlas en el lugar equivocado.


Tomado de El Tiempo, 21 de octubre de 2004



¿Qué le pasa a Don Alonso?, está en una camilla viejo y cansado, pero todavía se ríe aún siendo un hijuepadre 


El HOMBRE QUE (DECÍA) NO QUERÍA TENER HIJOS
(FRAGMENTO I)


Por Alberto Buitrago Londoño

Herencia

   La noche anterior a la cirugía le pedí, medio en broma medio en serio, que pronunciara sus últimos deseos.

—Bueno, don Alonso, deje su testamento, que si las cosas no salen bien callará para siempre —le dije–. Diga dónde tiene escondida la caleta –añadí haciéndome el gracioso.

Me miró por unos segundos, en los que tuve tiempo suficiente de advertir mi torpeza, y esbozó una sonrisa complaciente. Más que una herencia material, que sabía que no existía, yo necesitaba saber qué camino debía seguir, si su vida había valido la pena. ¿Había tenido sentido su rebeldía, esa lucha incesante por lo que llamaba su “libertad individual”?

Al verlo en silencio, enfermo, volvían a mi memoria algunas de las batallas que había librado y de las que fui testigo, como la separación con mi madre, con sus gritos y golpes, que él decía que habían sido necesarias para liberar a sus hijos de la opresión materna. Las apuestas por su libertad no habían sido pacíficas. El sentimiento que más me costaba controlar frente a su enfermedad era un intenso deseo de sacarle en cara su violencia y de confrontar su forma de vida: su pobreza y su marginamiento. Al mismo tiempo me daba cuenta, por los comentarios y susurros de familiares y amigos, que ellos también querían reprocharle otras cuantas cosas: deudas, críticas, posiciones radicales, pero preferían hacerlo en voz baja, en esa voz que desaparece pero queda en la memoria.

Las personas que vivimos muchos años en este valle, llamado de Aburrá, sentimos una poderosa fuerza centrípeta que nos empuja a aplastar al caído, como si fuéramos rocas gigantes que se despeñan montaña abajo —pero entonces no volvemos a subir la roca, permitiéndonos reflexionar en la subida, sino que preferimos esperar a que la siguiente generación conserve la tradición y se deje caer a su vez sobre los que han sobrevivido—: “Él se buscó su desgracia”, pensábamos en secreto.

Cuando le pregunté por el testamento, me dijo con su voz enferma: “Si muero pueden hacer conmigo lo que quieran, que si existe un más allá yo vendré a buscarlos”, y soltó una carcajada sorda, como haciendo gárgaras hacia adentro. Decir “más allá” le producía risa. Recordé un verso de “La violencia de las horas”, el poema de César Vallejo que no se cansaba de repetir y con el que le gustaba reírse de cualquier posibilidad de trascendencia: “murió mi eternidad y estoy velándola”. ¿Eso era todo? ¿Mi herencia era la promesa de una compañía metafísica y la libertad soberana de hacer con él lo que quisiera?


Tomado de la Revista Marcapasos del libro 
 "El hombre que no quería ser padre" 2012



El bolero, si lo ha escuchado sentirá que esta nota ligera es su cómplice y si lo ha bailado esto podrá ser la reflexión de los días que tienen la luz apagada

BAILAR EL AMOR
Por Heriberto Fiorillo

En el caribe colombiano se baila no por piezas sino por tandas. Y el interés de la mujer por su pareja pude medirse en proporciones al número de discos que accede a bailar con él. Dentro de este lenguaje, una sola canción significa apenas cortesía o físico arrepentimiento:  en esos primeros y decisivos tres minutos, la muchacha habrá comprobado que el hombre a quien se abraza no baila bien, quiere algo más o huele feo.

No me refiero, por su puesto, al baile convencional de parejas históricamente conformadas, sino al de aquellas  que surgen, como es delicia y costumbre, casuales y espontáneas  en fiestas  bailaderos y verbenas.  (A propósito, pocas cosas sorprenden tanto a un caribeño en tierras andina, como descubrir que la gente baila apenas una pieza y luego, otra vez, se sienta. Y que, en lugar de bailar bolero, se ponga a escribir sobre él.

Para el costeño, en todo caso, bailar una sola canción será siempre también derrota. Poco placer para tanto  esfuerzo: antes tuvo que observar con detenimiento a todas las muchachas de lugar, escoger una con los ojos y vivir, caminando hacía ella, la indescriptible de un posible rechazo. Al invitarla a bailar, él habrá demostrado, de manera definitiva, todo su interés pero si ella y sus pies responden tan solo por tres minutos, él estará perdido.  Si la respuesta es otra, si el hombre cruza airoso la barrera de esos tres minutos, se encontrará, con cada canción  mucho más cerca de aquella mujer.  Y viceversa. En lo físico y lo emocional.

El baile puede ser, es cierto, un fin, pero aquí, de manera irremediable, es un placer de dos y, por lo tanto, un medio. Entonces la complicidad, que surgirá tal vez alegremente en un merengue, que guardará sus apariencias en la guaracha y sabrá surgirse y sabrá surgirse en los paseos  se mostrará evidente en el bolero. 

“Pareja bailando” por Fernando Botero
No hay bolero sin abrazo y, una vez en el abrazo, no se puede renunciar a la emoción. Un hombre y una mujer ajenos jamás estuvieron tan cerca y bien puede uno de los dos, o los dos. Ahí juntitos, recordar un viejo amor en la letra o en la música de esa canción, o recrear en compañía y con los ojos cerrados el relato melancólico que ese bolero narra.

Todo es posible y más si, por azar, por jugarreta del destino, aquella letra que escuchan corresponde al instante fugaz e inolvidable que comparten los dos. Bueno, en fin, cuando se baila así, bien apretado, lo que dice el bolero es lo de menos. Despecho, desamor o desengaño pueden estar en la letra, pero también en abierta contradicción con el brazo. Por eso, el verdadero bolero es que bailo. No el que escucho.

Mientras bailamos un bolero, la tragedia ajena ----si la hay---- nos está haciendo felices. No existe en ese instante la tal dicha de sufrir. No hay masoquismo, solo placer. El incomparable placer del estremecimiento. Eroticidad bolero, prólogo del sexo. Si en la canción----como escribió López Michelsen---- la pasión es imposible de realizar, en ese momento y después, para quienes la bailan, la pasión es enteramente probable. ¿ Es espiritualidad? ¿Es amor estático? Qué va. Me quedo con lo que piensa el autor de Los elegidos:  "casi diría que es un baile para casados jóvenes, que comienzan a interesarse por lo cónyuges de los demás". Y añado otra ocurrencia: el bolero es la más bella y descarada forma de bailar el amor.

Claro que todo esto y lo demás es discutible. Pero es mucho más discutible todo lo demás. Hay tantos boleros como razones para escribirlos. " Escribir un bolero----dice Cabrera Infante---- es volar en una silla de ruedas, nadar por fuera del agua, bailar sin música , hacer el amor uno solo. Cosas que parecen la mar de fáciles y de verdad resultan imposibles" . Hay boleros alegres e infelices; decepcionados y esperanzados. Como en la poesía, hay de todo. Pero ha hecho historia entre nosotros una interpretación masoquista del bolero.  Juan Gustavo Cobo Borda  escribía alguna vez que el bolero tenía adictos a su alrededor , todo ellos dichosos de sufrir. Porque escuchar boleros era ----según él--- una manera de gozarse el sufrimiento. Respetemos el masoquismo de Cobo Borda y de quienes van hasta el traganíquel en busca de una bofetada, pero saquemos de esta secta a compositores y bolerómanos.

2001

El poeta Callejero
con Plazos traicioneros 

El bolero que acaricia la cicatriz y la desgarra al mismo tiempo 






Conozca a Socorrito Pino, la mujer que inspiró a Alberto con una historia de impertinencias, de brusquedades, de patanería, que tiene como final una infantil y sabia confesión.



LA NIÑA MÁS ODIOSA DEL MUNDO


Por Alberto Salcedo Ramos


  No hubo en mi infancia una niña más antipática que Socorrito Pino.
        Confieso que en muchas oraciones le pedí a Dios que la dejara calva, que no le salieran de nuevo los dientes de arriba, o que, en el mejor de los casos, se la llevaran – con dientes y cabello, no importa — al punto más remoto de la tierra, donde jamás volviera yo a saber de su vida.
        Aún hoy estoy convencido de que aquel fastidio era justo : Socorrito Pino arruinaba mis alegrías, y parecía tener entre ceja y ceja el propósito de no dejarme tranquilo ni un minuto. Cuando yo peleaba con mi hermana Chari, ahí aparecía Socorrito como convidada de pesadilla, para impedir que le pegara. Lo hacía interponiéndose entre mi hermana y yo, o poniéndole quejas a mi abuelo.
        Cuando, después del baño, me ponía frente al espejo para peinarme, la muchachita insistía en que yo estaba perdiendo el tiempo, pues las peinadas no hacían milagros.
        Muchas de mis siestas, que en aquella época eran sagradas, fueron interrumpidas bruscamente por Socorrito Pino, que me jalaba los dedos de los pies y luego salía corriendo, con una risita de triunfo que me taladraba los nervios.
        Como vivía metida en mi casa a toda hora, conocía el penoso secreto de que yo, con 12 años, todavía me orinaba en la cama, y hasta se atrevía a preguntarme si aquello no me parecía vergonzoso. Un día llegó al extremo de decirme que ella no creía que yo mojara la cama por enfermedad sino por la pura pereza de levantarme por las madrugadas.
        En otra ocasión, Socorrito Pino pasó por el parque en el preciso momento en que yo le pegaba un chicle en la cabeza y le gritaba groserías a un compañero que había desperdiciado un gol fácil. En seguida, hizo un gesto acusador con el dedo índice, y aunque no entendí lo que me dijo, deduje que se lo iba a contar a mi abuelo. Dicho y hecho :     mi abuelo me asestó una muenda realmente memorable.
        En medio del llanto le eché a Socorrito la culpa de lo que me había pasado, pensando ingenuamente que le remordería la conciencia. Lo único que conseguí sacarle fue una frase fría que, además, encubría nuevas amenazas : “nada de eso”, dijo, con una cierta resolución adulta. “Los niños no deben decir malas palabras”.
        No voy a dármelas de Santa Claus. De hecho, como pueden colegir por la escena del parque, yo no era, como decía mi abuela Elvia, ninguna pelusita inofensiva. Pero juro que a Socorrito Pino jamás le di pie para que invadiera todos los espacios de mi vida, para que no me dejara respirar ni cuando jugaba fútbol ni cuando dormía.  Jamás le busqué el lado. Nunca fui a su casa — que quedaba en la misma calle donde yo vivía — a molestarla. No me levantaba por la mañana maquinando planes que pudieran afectarla, a diferencia de ella, que sí parecía concentrada en el proyecto de destruirme. Socorrito Pino se movía por donde quiera que yo me moviera, y me amargaba los días con una eficiencia digna de mejor causa.
         Hay que aclarar que Socorrito siempre encontró en mí una respuesta proporcional a su falta. Por ejemplo, la tremenda zurra que me dio mi abuelo el día que ella me delató por lo del parque, fue correspondida, dos días después, con un feo golpe en el cogote, que la puso a chillar durante varios minutos.
        Siempre me desquité de ella, aunque no fuera en forma inmediata. No recuerdo que le haya pasado una sola ofensa por alto : siesta que me dañaba Socorrito a las tres de la tarde, estaba debidamente vengada a las cinco o, a más tardar, a la mañana del día siguiente. Esto no resultaba tan difícil, porque a pesar de que Socorrito siempre huía a las carreras, tarde o temprano regresaba. 
        La verdad sea dicha : muchas veces fui más brusco de lo que ella había sido conmigo. Y, sin embargo, no me arrepentía, porque la gracia no estaba sólo en ajustarle las cuentas sino en amedrentarla para que nunca más se apareciera por mi vista. Vano empeño : después de mi golpe, venía su llanto ; luego, el retiro de ella hacia su casa y al rato estaba de nuevo al lado mío, como si nada, dispuesta a una nueva maldad.
        Socorrito Pino tenía un cabello negro y abundante. “Un cabello lindo”, decía la gente. Bueno, eso sería cuando estaba seco, porque cuando estaba mojado, recién peinado,  llevaba una horrible raya torcida en la mitad. En todo caso, la atracción que yo sentía por ese pelo no parecía estética sino vandálica : allí me cobraba todos los desmanes de su dueña. La muchacha vestía con descuido, siempre descalza y siempre con los dobladillos del vestido zafados. Aparte, daba la impresión de estar siempre sucia. Yo sentía muchísima rabia cuando mis tías decían que era bonita.
        Con sus dientes pasaba algo parecido : todo el mundo decía que eran bellos, menos yo, que simplemente los veía como un arma despreciable.
     La situación llegó al punto en que yo le pegaba hasta cuando no me hacía nada, sólo por su repelencia de existir y colocarse a mi lado con ese aire de niñita autosuficiente. No sé por qué Socorrito nunca se quejó ante su hermano Fernando, un gigantón de 15 años que tenía atemorizado a medio pueblo de Arenal. Confieso que esa posibilidad me producía pánico.
       Una vez estaba  yo  jugando  parqués, solo, y ella se arrimó, agarró los dados y terminó  metida en el juego, sin tener la cortesía de dejarme ganar, como recompensa por haberle aceptado su descarada autoinvitación a la mesa. Lo peor no fue eso, sino que se burló de mi derrota, con verdadera desconsideración.
        Ese día la mordí en un brazo, le dije que me dejara en paz y, como si fuera poco, me mofé de su manera de pronunciar las palabras. Ella se fue llorando con histeria, como siempre. Y, también como siempre, con una aparente mansedumbre en la mirada, como si el malo fuera yo, como si ella no fuera capaz de matar una mosca. Eso era, en realidad, lo más raro : que ni cuando lloraba por mis castigos ni cuando ella me hacía una maldad a mí, había en sus ojos ninguna gota de rencor.
En menos de media hora volvió a la carga, con más bríos y con nuevas insolencias : yo dormía en el cuarto de mi tía Libia y Socorrito me arrancó de la siesta con un apestoso chorro de vinagre sobre la cara. Esa fue la última vez que la vi y eso fue todo lo que vivimos : una historia de impertinencias, de brusquedades, de patanería.
        Así hubiera seguido, quién sabe hasta cuándo, el círculo vicioso, de no ser porque la familia Pino Villalba se trasladó a Cartagena, en busca de nuevos aires. Puedo asegurar como que dos y dos son cuatro, que a la vuelta de unas horas ya ni me acordaba de que Socorrito Pino existía.
        Lo que pasó después con nuestras vidas, la de ella y la mía, carece de todo interés. Por lo menos, para este relato. Baste decir que ambos nos alejamos de Arenal.
        Lo realmente maravilloso de esta historia ocurrió después de casi 20 años, en diciembre de 1995. Fue en la casa de Alberto Ramos, mi abuelo.
        Cuando llegué, estaba mi abuelo conversando con una mujer  que, de lejos, lucía estupenda.
        — ¿Sí te acuerdas de ella ?, me preguntó mi abuelo con una sonrisa.
        No lo dudé ni un segundo : era Socorrito Pino, idéntica, como si apenas hubieran traspuesto su cara del pasado a este cuerpo formidable de hoy. Que estuviera igual implicaba que ya desde niña había sido atractiva. Sólo que yo no quise verlo, por la antipatía que sentía por ella. O tal vez fue que no pude  verlo, por física torpeza.
– Sí, claro, ella es Socorrito Pino, dije, un poco aturdido.
En cambio la mujer lució fresca, deliciosamente fresca, cuando mi abuelo le preguntó si se acordaba de mí. Su respuesta todavía me sobrecoge el corazón:
– ¿Cómo me voy a olvidar de él, señor Albertico, si fue mi primer novio ?


La Eterna Parranda. Crónicas  1997-2011



DERECHO A LA TRISTEZA


Por Fernando Gravito

   Uno de los derechos de los humanos que tendríamos que reivindicar quienes vivimos en este país es el derecho a la tristeza. 

   "Ser humano ese ser triste", debió pensar muchas veces Don Quijote en su lecho de muerte. Él llegaba al final de su enfermedad crónica, que era la imposibilidad de vivir si ideal. Pero, ¿a quién podría importarle? Ahí estaba , solo, enfrentado a su vida. Y en el entretanto, "comía la sobrina brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza", y todo cantaba más allá de la barda, donde balaban las ovejas y ladraban los perros, y la señora Dulcinea criaba el trigo a comienzos de otoño: el otoño es una buena época para morir.

    Pero no. El mundo es feliz. Las encuestas lo dicen. En enero de este año, una de ellas demostró que el 78 por ciento se declara "desgraciado". Así hablaban las encuestas. Sería necesario explicarles que no ser feliz no es ser infeliz. No ser feliz es, sencillamente, no ser feliz.

   No hay nada más triste que la felicidad que hace ruido. Para poner cualquier ejemplo, lo que muestra cualquier ejemplo, lo que muestra cualquiera de los canales de la televisión es la desolada tristeza de la felicidad contemporánea. Posmoderna, si quieren. Una felicidad construida sobre la superficie, hecha de pelo y maquillaje. Mientras la risa de la tristeza es una risa honda que se produce en los ojos y en el corazón, la de la felicidad sale de la garganta y se agota en los labios. Y hace ruido. Hoy, reírse sin estruendo es no reírse. Y es necesario reírse. Reírse de todo, de la guerra, de la muerte, de la miseria, del desamparo, del futuro. Reírse  reírse, reírse, reírse. La solución es reírse. Si nos reímos más duro, tal vez nadie se dé cuenta de nuestro profundo y desolado vacío.

   Es un país donde la felicidad es un principio constitucional, la tristeza es un exabrupto. Si alguien se atreve a confesar que está triste, lo envían al psiquiatra. Y en el consultorio del psiquiatra no hay matices: estar triste es estar deprimido, y estar deprimido es estar enfermo es ser un peligro para la sociedad. Para curar esa enfermedad hay una pastillitas milagrosas que se llaman antidepresivos.  Se toman y la víctima se convierte en un idiota funcional. Pero eso no importa: la idiotez funcional es una condición sine qua non para sobrevivir en nuestra sociedad contemporanea. Posmoderna, si quieren.

   Tendríamos que reivindicar el derecho a la tristeza. La tristeza que es, quizás, el más atropellado, el más desconocido de los derechos humanos.

The  New Mexico Tribune, 1 de agosto del 2006


JUGARSE LA VIDA POR UNA MONEDA

Por Alberto Salcedo Ramos 


License: Attribution License / Photographer: Daquella manera
Sucedió en la Cárcel Peñas Blancas, ubicada a las afueras de Calarcá, pueblo de la región andina de Colombia.

El fotógrafo Jesús Abad Colorado y yo habíamos llegado hasta allí guiados por el joven escritor Juan Felipe Gómez, quien dirige el taller “Versión libre”, un programa de promoción de lectura y escritura creativa dedicado a los presos.

Abad y yo estábamos invitados al IV Encuentro de Escritores Luis Vidales, que se llevaba a cabo en esa pequeña ciudad del eje cafetero. La idea al llevarnos a Peñas Blancas era que compartiéramos con los reclusos algunas experiencias propias de nuestro oficio. Ellos, los presos, llevaban entonces varias semanas estudiando parte de nuestro trabajo: las fotografías del conflicto armado tomadas por Abad y mi libro de crónicas “La eterna parranda”.

A la entrada nos tocó dejar en un casillero algunas pertenencias que, por razones de seguridad, no están permitidas en el penal: teléfonos móviles, cámaras fotográficas, llaves. Incluso, monedas. Vaciamos nuestros bolsillos en el escritorio e ingresamos al patio donde nos encontraríamos con los reclusos.

"Usos epistolares en las cárceles franquistas"

Recordé entonces un chiste macabro: en la cárcel tendríamos por fin un público cautivo. Desde luego, no lo dije en voz alta. Gómez hablaba de las bondades del programa de lectura con los presos: uso productivo del tiempo, resocialización. Tampoco expresé que descreo de las propiedades milagrosas que algunos románticos le atribuyen al arte. Es común oír que mientras los brazos estén portando una guitarra es imposible que disparen un fusil. Sí, pero ¿y qué pasa cuando se termina la canción y hay que abandonar la guitarra y afrontar la falta de oportunidades del entorno?

La jornada transcurría según lo previsto. Lo único inesperado eran unas coplas simpáticas que los presos habían escrito para nosotros.

De repente, Abad, dotado de una extraordinaria capacidad para conectarse con la gente, les pidió a los reclusos que nos contaran por qué se encontraban tras las rejas. Empezamos a oír lo común en estos casos: hurto, homicidio. Entonces Darío González Montoya, quien se hallaba en la parte de atrás, nos sorprendió con una historia distinta: él estaba preso por una moneda.

– ¿Cómo?

Sí, por una moneda. Una noche él y su cómplice, Diego Rendón, decidieron salir a robar. Diego proponía ir a Quinchía y Darío, a Marsella. Como no se ponían de acuerdo, arrojaron una moneda al aire: ganó Diego. Así que fueron a robar en Quinchía y allá los capturó la Policía. La culpa no fue de ellos dos sino de la moneda. Todos soltamos la risotada.

Me toqué instintivamente el bolsillo del pantalón y tropecé, sorprendido, con una moneda de cien pesos que había sobrevivido a la requisa. Entonces invité a Darío a que echara conmigo un “carisellazo”. También le gané. Los demás presos aplaudieron, como si acabaran de ver la liebre en el sombrero del mago.

–Es que yo soy de malas, patroncito – dijo Darío.
Pensé – y esta vez sí lo comenté en voz alta – en los versos de León de Greiff: “juego mi vida/ cambio mi vida/ de todas formas la llevo perdida”.


February 20th, 2013  12:43 pm @ elpuercoespín




En esta ocasión la periodista Daniella Sánchez le responde al artículo

"Salir con chicas que no leen" de Rosemarie Urquico y Charles Warnke.




SALIR CON UN CHICO QUE NO LEE
Por Daniella Sánchez Russo 



   Sal con un chico que no lee. Encuéntralo hablando con sus tres amigos entre el guirigay de un bar ubicado en la esquina más recurrida de la ciudad sobre el alquiler de enanos para la fiesta que están planeando el próximo viernes. Deja que se acerque cuando tú te encuentras ordenando un Cosmopolitan con tu mejor amiga mientras hablan de la escasez de hombres en el universo y de lo injusto que es que de cada siete mujeres nazca un ser viril. Empieza a recriminarle a un ser supremo por esta estadística sin la conciencia de que tu suerte está a punto de cambiar. Acepta la servilleta con su número, o en dado caso, su tarjeta de empresario estrella en donde escrito está su pin de blackberry. Invítalo a sentarse a tu lado, la conversación será monótona pero segura: hablarán del tráfico, del extraño y cambiante clima, de sus aspiraciones y carreras profesionales,  de los amigos que tienen en común. La conexión será enorme y tu suerte habrá cambiado.

    Te extrañará un poco que no sepa qué es un cronopio, peor aún, que nunca haya escuchado hablar sobre Julio Cortázar. Te reirás para tus adentros cuando saque la conclusión de que Pedro Páramo es un cantante popular de rancheras y te diga, sin titubear, que su novela favorita es de Borges. 

No te alarmes, sigue la noche con la misma sonrisa que tenías, frecuentando el baño a cada hora para asegurar que el rímel está donde debería. Tu amiga te dirá que no vas a encontrar mejor partido: reconfórtate con estas dichosas palabras.  Deja que pague la cuenta de los cuatro martinis que para entonces ya se han tomado, y entiende que este gesto lo hace sentir en control de la situación.

   Te invitará a bailar a una discoteca “crossover”, acepta en contra de tus gustos: de lo contrario le parecerá extraño que no quieras escuchar vallenato ni tropipop ni reggaeton y empezará a sospechar que no eres la chica para él. Adentro del lugar, en medio del molesto y falso humo, pide un trago más para que no se de cuenta que no puedes tararear ni una de las canciones. Siguiendo  los consejos de tu amiga, que en ningún momento son mal intencionados, no le des besos esa noche y hazte la difícil: esa clase de hombrecillos entiende la sexualidad no como una oportunidad sino como una prueba: sino la pasas, estás fuera de la lista de mujeres aptas para ser presentadas a su madre. Acaba la velada con él dejándote en la puerta de tu casa seguido por un mensaje en tu blackberry que leerá: “Me encantó haberte conocido”.

    Levántate al día siguiente con una sonrisa en tu cara porque a pesar de que escasamente recuerda tu nombre, y de que tu cabeza se está reventando del guayabo, te volvió a escribir a tu blackberry invitándote a almorzar. Acepta; él volverá a preguntarte las mismas cosas del día anterior y tú las repetirás como lora enjaulada. Esa semana irán a cine, él escogerá una película sencilla y de poco trama bajo el trato de que tú escogerás la siguiente: piensa que así debe ser. Pasarán los meses,  conocerás a sus amigos, esos que te harán las mismas preguntas que te hizo él la primera noche en que se conocieron,  te llevarás bien con sus padres y empezarás a sospechar de una leve infelicidad. 

   A ratos sentirás ganas de rebelarte y lo harás: le dirás que te hace falta que él sea un poco más como el Federico de Genoveva o el Julián Sorel de la Señora de Renal. Le dirás que al mundo le faltan más negros como Mackandal o más espíritus como Dedalus. No sigas hablando, él pensará que es un arranque más de la mujer hormonal.

    Acepta con una sonrisa y una mirada impávida la colección de libros de Paulo Coelho que compró para tu cumpleaños y no le cuentes a nadie que a la semana siguiente armaste una fogata con ellos. Deja que pasen los años sin tener conocimiento de la conmensurabilidad del tiempo y en ningún momento te preguntes si éste ha valido la pena. Da un sí como respuesta a un matrimonio en Cartagena teniendo conciencia de un pequeño detalle: las cosas que escribas durante el resto de tu vida, las poesías que dejaron de tener color, los ensayos en contra de la sociedad que empezaron a llenarse de argumentos vagos, los comienzos de novelas infructuosas, los cuentos que empezaron a coger forma de filosofía barata, deberán ocultarse como literatura apócrifa y en ningún momento deberán salir, menos si empiezas a formar parte del grupo de mujeres y hombres que pasan por la denominada crisis de la mediana edad.

   Ten sus hijos y nómbralos según la tradición familiar o el nombre de moda. Rezarás porque uno de ellos se rebele y se dedique al arte y quizás tus plegarias sean escuchadas. Prepararás banquetes, asistirás a la iglesia los domingos, enviarás postales navideñas por medios electrónicos y en vacaciones de verano te tomarás fotos estáticas en frente de cualquier monumento de cualquier ciudad de Europa para luego colgarlas en Facebook. Empezarás a sentir envidia de tus amigas divorciadas o las que en su momento estuvieron tildadas de mal casadas: evitarás sin embargo los pensamientos lúgubres que puedan llevar tu matrimonio al fracaso  y alzarás como penitencia tres ave marías. Te enamorarás del jardinero porque entiende la belleza sutil de las rosas y no las ha marcado como un cliché y del mendigo que en mitad de una bolsa negra de basura encontró unas margaritas amarillas -por esto también te sentirás culpable-.

    Entrada en la vejez, cuando empieces a perder la memoria por la naturaleza de los días avanzados y tus nietos e hijos te tilden de demente y senil, cuando tu marido haya muerto por causas naturales, empezarás a llamar a tu perro Raskolnikov o Gregorio y creerás que tu apellido es Karamazov. Entonces comprarás una gata y le pondrás de nombre Karenina, invertirás en una pila de libros y te reirás a carcajadas, volverás a leer Mientras Agonizo y entenderás por fin cuál es la enfermedad que padece una y otra vez la incomprendida Addie Bundren. Empezarás a entender el deseo que tenía Raúl Gómez por los animales y la insatisfacción de Swift en Una Modesta Proposición.  Morirás con una sonrisa en la última página de Los Miserables, libro que habías dejado sin terminar sesenta años atrás, y entonces habrás sentido que la existencia valió la pena.
El Magazín,  lunes 19 de noviembre del 2012


En está ocasión de lluvía y de trancones hay mucho más mujeres bravas, muy bravas, sin embargo hay hombres que se toman el tiempo para pensar sobre ellas...

ELOGIO DE LA MUJER BRAVA


Por Héctor Abad Faciolince


Estas nuevas mujeres, si uno logra amarrar y poner bajo control al burro machista que llevamos dentro, son las mejores parejas.

los hombres machistas, que somos como el 96 por ciento de la población masculina, nos molestan las mujeres de carácter áspero, duro, decidido. Tenemos palabras denigrantes para designarlas: arpías, brujas, viragos, marimachos. En realidad, les tenemos miedo y no vemos la hora de hacerles pagar muy caro su desafío al poder masculino que hasta hace poco habíamos detentado sin cuestionamientos. A esos machistas incorregibles que somos, machistas ancestrales por cultura y por herencia, nos molestan instintivamente esas fieras que en vez de someterse a nuestra voluntad, atacan y se defienden. 

La hembra con la que soñamos, un sueño moldeado por siglos de prepotencia y por genes de bestias (todavía infrahumanos), consiste en una pareja joven y mansa, dulce y sumisa, siempre con una sonrisa de condescendencia en la boca. Una mujer bonita que no discuta, que sea simpática y diga frases amables, que jamás reclame, que abra la boca solamente para ser correcta, elogiar nuestros actos y celebrarnos bobadas. Que use las manos para la caricia, para tener la casa impecable, hacer buenos platos, servir bien los tragos y acomodar las flores en floreros. Este ideal, que las revistas de moda nos confirman, puede identificarse con una especie de modelito de las que salen por televisión, al final de los noticieros, siempre a un milímetro de quedar en bola, con curvas increíbles (te mandan besos y abrazos, aunque no te conozcan), siempre a tu entera disposición, en apariencia como si nos dijeran "no más usted me avisa y yo le abro las piernas", siempre como dispuestas a un vertiginoso desahogo de líquidos seminales, entre gritos ridículos del hombre (no de ellas, que requieren más tiempo, y se quedan a medias).

http://mujeresyya.blogspot.com/2009/05/elogio-de-la-mujer-brava.html

A los machistas jóvenes y viejos nos ponen en jaque estas nuevas mujeres, las mujeres de verdad, las que no se someten y protestan, y por eso seguimos soñando, más bien, con jovencitas perfectas que lo den fácil y no pongan problema...


http://gusmehistoria.blogspot.com/2010/07/oriana-fallaci-una-mujer-brava.html
       Porque estas mujeres nuevas exigen, piden, dan, se meten, regañan, contradicen, hablan, y sólo se desnudan si les da la gana. Estas mujeres nuevas no se dejan dar órdenes, ni podemos dejarlas plantadas, o tiradas, o arrinconadas, en silencio, y de ser posible en roles subordinados y en puestos subalternos. Las mujeres nuevas estudian más, saben más, tienen más disciplina, más iniciativa, y quizá por eso mismo les queda más difícil conseguir pareja, pues todos los machistas les tememos.

      Pero estas nuevas mujeres, si uno logra amarrar y poner bajo control al burro machista que llevamos dentro, son las mejores parejas. Ni siquiera tenemos que mantenerlas, pues ellas no lo permitirían porque saben que ese fue siempre el origen de nuestro dominio. Ellas ya no se dejan mantener, que es otra manera de comprarlas, porque saben que ahí -y en la fuerza bruta- ha radicado el poder de nosotros los machos durante milenios. Si las llegamos a conocer, si logramos soportar que nos corrijan, que nos refuten las ideas, nos señalen los errores que no queremos ver y nos desinflen la vanidad a punta de alfileres, nos daremos cuenta de que esa nueva paridad es agradable, porque vuelve posible una relación entre iguales, en la que nadie manda ni es mandado. Como trabajan tanto como nosotros (o más) entonces ellas también se declaran jartas por la noche, y de mal humor, y lo más grave, sin ganas de cocinar. Al principio nos dará rabia, ya no las veremos tan buenas y abnegadas como nuestras santas madres, pero son mejores, precisamente porque son menos santas (las santas santifican) y tienen todo el derecho de no serlo.

      Envejecen, como nosotros, y ya no tienen piel ni senos de veinteañeras (mirémonos el pecho también nosotros, y los pies, las mejillas, los poquísimos pelos), las hormonas les dan ciclos de euforia y mal genio, pero son sabias para vivir y para amar, y si alguna vez en la vida se necesita un consejo sensato (se necesita siempre, a diario), o una estrategia útil en el trabajo, o una maniobra acertada para ser más felices, ellas te lo darán, no las peladitas de piel y tetas perfectas, aunque estas sean la delicia con la que soñamos, un sueño que cuando se realiza ya ni sabemos qué hacer con todo eso.


Somos animalitos todavía, los varones machistas, y es inútil pedir que dejemos de mirar a las muchachitas perfectas. 

http://www.kienyke.com/historias/la-mujer-y-la-fiesta-brava/

     Los ojos se nos van tras ellas, tras las curvas, porque llevamos por dentro un programa tozudo que hacia allá nos impulsa, como autómatas. Pero si logramos usar también esa herencia reciente, el córtex cerebral, si somos más sensatos y racionales, si nos volvemos más humanos y menos primitivos, nos daremos cuenta de que esas mujeres nuevas, esas mujeres bravas que exigen, trabajan, producen, joden y protestan, son las más desafiantes, y por eso mismo las más estimulantes, las más entretenidas, las únicas con quienes se puede establecer una relación duradera, porque está basada en algo más que en abracitos y besos, o en coitos precipitados seguidos de tristeza: nos dan ideas, amistad, pasiones y curiosidad por lo que vale la pena, sed de vida larga y de conocimiento.


Semana, enero 20 de 2005


TODO TIENE UN RITMO 
Por Javier Martínez Duarte



www.argentinawarez.com
"Todo tiene un ritmo", decía Fernando González Ochoa, el Brujo de Otraparte. Las calles tienen un ritmo, los árboles tienen un ritmo, y sobre todo las personas tiene su propio ritmo, cada quien decide qué ritmo darle a su vida, a sus pensamientos, a su caminar.
       Creo entonces que las preguntas fundamentales de la vida no deberían ser aquellas que los grandes filósofos se han planteado: “¿Qué es el ser”, “¿de dónde venimos?”, “¿para dónde vamos?”, “¿cuál es el sentido de la vida?”. Y otras más... No. Creo que la tarea fundamental a resolver es la de encontrar la banda sonora de nuestras vidas, aquella que se fusione con nuestro ritmo, con el palpitar de nuestros corazones, con nuestros pasos...

comasfotografo.blogspot.com 
 ¿Cuál es la banda sonora de mi vida? ¿Qué música acompaña mi destino? ¿Alguna vez se lo han preguntado? 

   Yo lo hice una tarde nublada de esas que suelen darse en Bogotá, que ponen tristes a muchas personas, que las ponen down, sin ganas de salir a caminar, de encerrarse en las cuatro paredes de sus recintos. Caminaba por la calle 76 con 9ª, las nubes estaban cada vez más grises y el viento impregnaba con rumores el inminente caer de la lluvia... todo el mundo corría para llegar rápido a sus destinos, era un ritmo vertiginoso, acelerado, que casi me enloquecía.
    Me puse mis audífonos y comencé a buscar una música acorde con mi estado de ánimo, con mi ritmo lento y tranquilo. Intenté un poco con rock clásico, luego con rock en español. Me gustaba pero no encontraba mi ritmo. De un momento a otro comenzó a sonar en mis oídos el Nocturno Op. 9 Nº 2 de Chopin, y dejé de caminar, me situé en una esquina y quedé estático, mirando todo a mi alrededor. La música de Chopin entraba en mis oídos pero lograba recorrer todo mi cuerpo como si de una suave corriente eléctrica se tratase. Y caí en cuenta. Mientras esa música se fusionaba con mi ritmo, también lo hacía con el ritmo vertiginoso de una Bogotá lluviosa.

http://www.flickr.com/photos
/joselprieto/5306351172/
Sentía que de alguna forma todos estaban escuchando conmigo esa suave melodía de Chopin. Todos comenzaron a caminar más lento, a dejar sus preocupaciones caer junto con la lluvia, todo parecía más calmado, y entonces lo supe, la música clásica no sólo es para escucharla, es también para transformar tu mundo, para transfigurar la forma en que ves y estás en él. Te cambia el ánimo, se fusiona con tu ritmo, con tu caminar, y de un momento a otro te conviertes en un director de orquesta, y todos los que te rodean son tus músicos, y tú los impregnas con tu ritmo, haces que toquen tu melodía, te vuelves un artista y creas tu propio mundo.
   Eso es la música clásica, la oportunidad de encontrar tu propio ritmo. Es convertirte en director de orquesta una tarde cualquiera en una Bogotá lluviosa...


El Espectador. 30 de enero del 2013




EL FÚTBOL: TAN LEJOS DE LA LITERATURA
Por Andrés Salcedo

Son pocos los escritores que se han animado a escribir sobre fútbol. La mayoría lo desprecian. Una defensa de este deporte como protagonista literario.
http://m.semana.com/cultura/articulo/el-futbol-tan-lejos-literatura/78302-3

      Partamos de un hecho fácilmente verificable. La mayoría de los grandes escritores, por pudor o vergüenza, eluden el tema del fútbol. Si acaso, lo siguen de lejos, como para tener noticia de una fauna lejana e inferior.

   Durante los mundiales españoles del 82, Mario Vargas Llosa anunció que estaba escribiendo su memoria personal de amante del fútbol, que arrancaba con el relato de su primera visita al Estadio Nacional de Lima para ver jugar a 'Lolo' Fernández, el gran ídolo de su país y concluía en el presente. 

     El libro nunca salió. No me extrañaría que el escritor peruano haya desistido por razones de rentabilidad. Los libros de fútbol, aunque estén escritos por autores consagrados, no garantizan grandes ventas. Son productos 'estacionales'. Para ser publicados, si acaso, en medio de la euforia de un mundial.


http://www.forosperu.net/showthread.php?t=229443
Los libros de fútbol, 
aunque estén escritos 
por autores consagrados, 
son productos estacionales.





        Existe el criterio generalizado entre editores, autores e incluso lectores de alto estrato cultural, de que escribir de fútbol equivale a visitar los suburbios de la literatura. Borges llamaba al fútbol "cosa estúpida de ingleses". Y la inglesa Virginia Wolff comparó la presencia de una mujer en un estadio con la de un judío en un campo de concentración.

      Ninguno de los grandes autores ha podido -o sabido- captar y explotar el rico filón humano que ofrece el fútbol, gran teatro de nuestro tiempo y último heredero de la dramaturgia griega, hecha para los grandes espacios y las grandes multitudes. 

    No hay justificación para este desprecio a un fenómeno social en donde están representadas casi todas las pasiones humanas: el amor, el desamor, el odio, el orgullo, la justicia, la injusticia, la solidaridad, la sed de venganza, el coraje, la ambición, la cobardía, la violencia, el culto al dinero, el poder. Es decir, los temas que nutren la buena literatura.

      Ningún escritor de prestigio se mezclaría entre las hordas que portan banderas, puñales y rabias antiguas en busca de temas y personajes para sus dramas. Ni bajaría a los camerinos a hablar con los actores, a sentirles el aliento, aspirar sus humores y averiguar en dónde les aprieta el zapato.

    Tampoco se daría una vuelta por los tristes vecindarios donde viven los hinchas junto a padres vagos y alcohólicos y hermanas que cargan burundanga en el bolso cuando salen de noche. El fútbol, en todos los niveles sociales y en todas las tribunas, ofrece un paisaje humano 'novelable' que los escritores desdeñan con imperdonable soberbia. 

   Todavía está por escribirse la gran obra de "ciencia ficción futbolística", como la llama Fontanarrosa, autor de un cuento en el que reproduce la narración radial de un partido que deriva en guerra nuclear. 

http://royal-shrovetide-football.blogspot.com
/2010/10/romance-intelectual-con-la-pelota.html
Virginia Woolf comparó 
la presencia de una mujer 
en el estadio con la de un judío 
en un campo de concentración.


   
      Quizá la refrescante novela Desde la grada, del inglés Nick Hornby, un minucioso registro, cronológico y emocional del amor de un hincha por el Arsenal, uno de los equipos tradicionales de Londres, sea hasta hoy la mejor lograda. Hornby describe el camino, el vía crucis de un supporter -él mismo- y simultáneamente, nos va contando su vida: de la primera comunión al último divorcio.

    Tampoco se conocen grandes biografías de futbolistas, salvo la de Maradona, escrita por la argentina Alicia Dujovne Ortiz quien, curiosamente, nunca antes había escrito sobre fútbol. 

    Lo que sí existen son cuentos, poemas, crónicas, artículos, retratos, entrevistas. En el campo de la poesía es casi una perogrullada de la memoria mencionar la Oda a Platko que Rafael Alberti dedicó a un arquero del Barcelona a quien llama en el poema "oso rubio de Hungría".

    Vinicio de Moraes escribía a mano en un bar de Copacabana. Todavía hoy muchos recitan de memoria su poema a Garrincha. Aunque a mí me gusta más el que le dedicó al genial jugador el poeta colombiano Jorge García Usta. 

   Osvaldo Soriano es el argentino que más libros ha vendido después de Borges pero ha sido también el más despreciado por los críticos que no le perdonan el que muchos héroes de sus relatos sean futbolistas. He leído muchas veces, siempre con la misma emoción, su certero retrato del gran capitán uruguayo Obdulio Varela, quien le revela en esa entrevista detalles desconocidos del 'Maracanazo'. 
 

http://isecsports.wordpress.com/category/isec-periodismo-deportivo-literatura-en-el-futbol/

     A José Sanfilippo lo entrevista mientras recorre con él los pasillos de un supermercado construido en el lugar donde antes se levantaba el viejo Gasómetro, el estadio del San Lorenzo. El mítico bombardero reconstruye un gol que le marcó de taquito al 'Tano' Roma, rematando un centro aéreo "en el lugar donde ahora está el estante de las mermeladas". 

   Los Once cuentos de fútbol, de Camilo José Cela, no figurarán entre sus obras maestras ni entre sus libros más vendidos, pero esos personajes esperpénticos, el volante manco que tenía un gancho de pirata en vez de brazo o 'Harinita', el goleador que botó un penalti y fue apaleado por la multitud, son creaciones del Cela más sarcástico y perverso.

   Hay muchas otras pequeñas joyas. El diario de los comeuñas contiene los recuerdos de Borocotó, el legendario comentarista uruguayo. Por esas páginas desfilan todas las mitologías del fútbol suburbial de Buenos Aires.

   Infaltables, cuando se menciona la bibliografía del fútbol, son los recuerdos de Camus de sus tiempos de arquero en Argelia. En uno de esos relatos evoca a su madre española, pobre y sordomuda, lavando en una batea los uniformes del equipo. El sociólogo peruano Abelardo Sánchez León publicó una recopilación de sus crónicas de fútbol que tituló La balada del gol perdido. Como nos ocurre cuando analizamos un fuera de juego complicado, en esos artículos están casi borradas las fronteras entre periodismo y literatura. 

   En España son famosas las crónicas que, antes de la guerra civil, escribía Wenceslao Fernández Flórez para el diario ABC, de Madrid, recopiladas en el libro De portería a portería. En una de ellas, el novelista gallego se inventa la palabra "vicegol" para designar los tiros que se estrellan en los palos.

   El Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias explicó, en un delicioso artículo, el origen uruguayo de la palabra 'hincha', inspirada en un hombre que se ganaba la vida inflando neumáticos de bicicleta ("hinchándolos", como dicen en el Río de la Plata) y los domingos era el que más sufría y se desgañitaba en la tribuna. 

    El periodista argentino Dante Panzeri fue el primero en publicar en Latinoamérica un libro sobre fútbol. Eso ocurrió hace más de 30 años y, a pesar de su pretencioso título, Fútbol, dinámica de lo impensado, que parece prestado a Roland Barthes, es uno de los pocos libros de fútbol que se agotó en las librerías.

  A partir de ese éxito, las editoriales empezaron a interesarse por la literatura del fútbol. Muchos escritores decidieron salir del clóset, como apunta el uruguayo Eduardo Galeano, autor de un clásico del género, Fútbol a sol y a sombra, en donde abundan los retratos, breves y a veces líricos, de grandes cracks del pasado. La de Galeano es la visión sentimental de un hincha que escribe. Que infla. Que insufla poesía a los goles de Heleno y Walter Gómez. 

http://queretarocupbicentenario.blogspot.com/2010/03
/lo-que-le-debo-al-futbol-por-albert.html

Uno de los que salieron del clóset es el también Nobel de Literatura Günther Grass, quien no sólo se confesó hincha del modesto SC Friburgo, que nunca pasó de la segunda división, sino que leyó textos propios sobre fútbol en el estadio, ante 25.000 espectadores, minutos antes de un clásico regional. La gente lo escuchó paciente pero se olvidó de él y de sus historias en cuanto comenzó el partido. 

    Entre lo escrito en Colombia, destaco Sócrates, la hermosa, conmovedora parábola infantil de Jairo Aníbal Niño. Claro que la buena literatura del fútbol no la hacen sólo los escritores. Jorge Valdano, ex jugador y ex técnico, nos advierte en una crónica escrita durante el Mundial de Italia 90, que llegará el día en que repique el teléfono en el arco de Higuita y alguien pregunte por él y le respondan que no está. Que salió y no dejó ninguna razón.




Revista Arcadia .

TANGO DEL BROWNIE
Fantasía a la hora del té -Michael Garmash


Por Ángela Álvarez Vélez


     Entro sin sigilo a la sala de la casa, donde está el televisor. De inmediato me llama la atención la manera como la luz se posa sobre el papel celofán que envuelve un delicioso pedazo de trampa (en la dieta) llamadoBrownie. Pero lo ignoro. Me siento lejos de él a propósito, como para decirle a nadie en particular que soy fuerte y que puedo evitar la tentación de comérmelo. Pues, ¿cómo voy a comérmelo?...su he estando tan juiciosa  Esta mañana solo le eché un poquito de de mermelada al pan, y eso no vale porque rea de frambuesa, una fruta exótica que mi cuerpo no reconoce y por lo tanto, no sabe tasar su valor calórico.


   Así que me hago lejos del brownie y prendo el televisor. Trato de entretenerme viendo una comedia sonsa, pero el paso del sol por el cielo hace que el papel celofán destelle con invitadores colores. No me puedo concertar en la serie que trato de ver. Ya sé. Es el ángulo en que  ,e encuentro. La luz del sol pega sobre este lado de la pantalla, y por eso veo mal. Me tendré que cambiar de asiento . Me are en el asiento al lado de la mesa, cerca donde se encuentra elbrownie. Pero, ojo, no me estoy ACERCANDO al brownie. 
Nada por estilo. Me estoy alejando de la luz que es distinto. Me alejo del televisor y pongo el control remoto encima del borde del papel celofán, como para decirme a mí misma que aún si quisiera alcanzar el brownie me abría puesto una trampa. Pero entonces, el volumen no me cuadra porque cada que nos vamos  a comerciales se altera el sonido. Siempre el sonido es más alto en propagandas y entonces me toca estar cogiendo el control a cada ratico. Mejor pongo el control en otra parte y dejo libre el papel celofán.

  Trato de concentrarme de nuevo pero de reojo veo cómo la luz del sol atraviesa el papel celofán trasparente y acaricia la dulce cubierta acocholatada del brownie. Ya sé. Me como un poquito y nada más. Con unas migajas se me quita el antojo y me veo el resto del programa juiciosa. Tomo el brownie y empiezo a retirar el papel celofán, que hace un ruido infernal. Me doy la vuelta y me aseguro que nadie me haya oído, porque claro,  sin nadie me ve comer, no me engordo. Pellizco un poquito, porque todo el mundo lo sabe que pellizcar no es lo mismo que morder ----cuando uno muerde, está comiendo; cuando pellizca, está probando---- y tomo unas partículas íntimas de brownie y me las meto a la boca. Se deshacen con delicioza rapidez y descubre que en efecto ese poquito No me quitó las ganas. Entonces pellizco un pedazo más grande y aprieto el papel celofán sobre lo que queda del brownie, alejo el brownie de mí y le pongo el control remoto encima, como para dar fe de que ya no comeré más.

   Pero entonces me doy cuenta que lo único que me separa a mí del brownie es ese ruidoso papel celofán y ese ridículo control remoto, que yo misma he puesto allí, así que quito el control remoto y le pelo el papel celofán y para la mitad del brownie. La otra mitad la pongo dentro de la bolsa y le doy un empujoncito, de tal manera que ya no esté al alcance de mis dedos. Creo que esta es la solución definitiva hasta que momentos más tarde me pillo con el brazo totalmente extendido y los dedos encalambrados de hacer atrapar así sea una esquina de la bolsa en la que metí el brownie mientras trato de convencerme de que si no me levanto a ir por él, no estoy obsesionada. Solo estoy mordisqueando algo dulce que me encontré ahí al ladito, que no es lo mismo que si me levanto y voy a la cocina y me hago algo para comer.  Eso sí es hacer trampa del todo, Esto es darme gustico chiquito, pero nada grave.

   Todo esto me lo digo mientras me disloco el hombro tratando de alcanzar la bolsa que yo misma tiré lejos. Finalmente, exhausta del esfuerzo, me convenzo de que he quemado muchas calorías en mi intento por no comerme este brownie, así que voy a la cocina, caliento la mitad que queda en el microondas, le hecho una bola de helado de vainilla encima y me convenzo a mí misma  que hoy nunca es un buen día para empezar una dieta. Las dietas SIEMPRE empiezan mañana.


La Tarde, "Mundo moderno", 31 de julio de 2006

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