Delirio espiritual por Walter Mercado

 

Perdí a mi gato Bartolo y mi trabajo. Al comenzar el año me sumergí en las tinieblas de las almohadas y de las cortinas impenetrables. Padecí la enfermedad de la nostalgia, esa que paraliza. Cuando me abrazaron los días muertos salí del insomnio con fiebre y me puse en la boca un corazón de piña hasta desangrarlo, agarré mis zapatillas y corrí largas calles hasta que no pude más.

Cuando éramos niñas, mis hermanas y yo escuchamos algo extraño fuera del apartamento donde vivíamos. Salimos y encontramos un ave grande y blanca, jamás la habíamos visto. Le dimos migas de pan y agua, pero no quiso acercarse, se quedó mirándonos en el descanso de las escaleras del bloque. Antes de irse extendió sus alas, con susto nos entramos y cerramos la puerta. Por el ojo mágico la vimos alejarse. Luego en la enciclopedia buscamos y nos asombramos porque fue una lechuza la que nos visitó. Desde entonces estuvimos seguras de que las diosas nos protegen.

En mi memoria siempre han estado los ojos de la lechuza y ahora permanece la mirada inquietante de Bartolo. Recuerdo sobrexpuesto. Cuando entendí esa comunión y epifanía me solté el cabello como dice la Trevi, le puse color a mi rostro, me perfumé y me probé un vestido. Moví los pies y las manos en gesto flamenco, moderno y sensual. Lo recordé. Ante mí los destellos terciopelos, satines, lentejuelas, perlados y escarlatas que me cegaron de placer y alegría.

Walter no era ese hombre excéntrico con peinado de abuela glamurosa que decía los signos zodiacales por la tele. No era esa imagen borrosa de programas del pasado como ¿Le temes a la oscuridad? Era algo más. Era la música que me despierta frente a un espejo. Era la excentricidad de estrellas fascinantes como Óscar Wilde, Madonna, Almodóvar, Sabina, Lemebel, Michael Jackson y Gaga. Por ejemplo, cuando escucho a Prince puedo arrodillarme y levantar las manos al cielo. Adoraba todas esas tonterías que hacía Walter con las manos, amaneradas y desafiantes. Jugaba a ser una Dickinson embelesada con la belleza de las plantas, de la oscuridad radiante y el llamado del búho.

Fui creciendo, empezó una fascinación por las hierbas, por el signo leo y por confesarle cosas al sol y a la luna. Le rindo culto al erotismo, el bosque es mi paisaje favorito, acaricio las piedras y me impregno de todas las esencias de las frutas. Vuelvo a ver a Walter en la pantalla en su documental: regreso a las palabras de esperanza, amabilidad, autoconfianza y sobre todo de Mucho Mucho Amor. Regreso a la fantasía de contemplar una bandada de aves y saber que la gracia de la naturaleza cae sobre mí.

De nuevo Walter mirándome a los ojos con toda la actitud. ¡Cómo no sentirse poderosa! Así sea solo un libreto le creo, se puede ser una misma y pisar distinto con seguridad, porque a Walter su mamá le decía que ser un niño diferente, ese que se le dobla la patita, no era un problema sino una virtud. Ser común es ordinario, le decía.

Hay algo poderoso en ser diva y al mismo tiempo ponerse una capa de héroe. Hay algo poderoso en ser artista y no agachar la cabeza por las burlas. Así llega el empeño para tener más poderes: encender velas, acariciar el ámbar, adorar flores oscuras, bailar en el mar, leer horóscopos en peluquerías, meditar en tocadores de montaña, fascinarse con el brillo de la música, mover las nalgas, bien lento, sosteniendo una fresa en la boca. ¡Santo Walter Mercado! 


Por Estefania Almonacid Velosa
Bogotá, marzo 2025

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