Mis espacios, mis libros



      En el apartamento donde vivo me siento en un santuario. Cuesta salir de aquí, me aferro y si salgo solo pienso en regresar. Debe ser porque estoy leyendo a Murasaki Shikibu que me hace entrar en espacios de biombos, lámparas y sedas, oscuridades que seducen en la sorpresa de encender una luz liviana, casi adormilada. Estoy en plena juventud y debería salir, pasármela en la calle para hacer un plan inesperado. Pero no. Después del trabajo solo quiero regresar, ver a mi gato, quitarme los zapatos y sentir el piso de madera, también, colocar música y sentarme a leer en el sofá hasta que llegue la noche.

      Cuando merodeo la pequeña biblioteca recobro el aliento, es allí de donde salen los libros de fotografía para ojearlos en la habitación hasta que llegue el sueño. Es el lugar donde también salen los poemarios que leo a la luz del sol que entra por la cocina. En la alacena tengo guardada una tetera, es uno de los objetos más hermosos que hay en casa, es para los viernes de té y torta de agraz; eso me recuerda a Tengo miedo torero de Pedro Lemebel y a las tardes en que 'La loca del frente' canturrea boleros y arregla la casa para recibir a su amado Manuel. 

      He pensado mucho en el grandioso título Aura o las violetas de Vargas Vila, me dan deseos de ir a comprar violetas y esparcirlas por los rincones en donde lloré alguna vez. Suena en la radio Ismael Serrano y me convierto en porcelana de un lugar oriental. Para volverme a mover preparo un jugo de frutas y mientras me lo tomo repaso los armarios, recorro las prendas, los zapatos y los cajones; me gusta olerlos y la mezcla de colores que cuelgan en los ganchos.

      Me gustan los espacios amplios y preguntarme si es un lugar adecuado para bailar; me fascinan los escritorios, los ordenados y desordenados; en el mío, que es alargado, dejo la libreta de escritura, el computador, los lápices y la lámpara, allí han nacido 4 poemarios, dos tesis y varias crónicas. Al sentarme en el escritorio pienso en Emilia Pardo Umaña, una mujer de 1.49 de estatura que fue periodista; leo la recopilación de sus crónicas y, cada vez que llego a mi cuarto al final del día, sé que tengo que escribir como lo hacía Emilia. En las noches percibo en mi escritorio a alguien que ha sido capaz de escribir lo que yo no he podido, debe ser ella, lo ha invadido todo.

        Recuerdo que, en la sala del apartamento, leí Cuatro años al borde de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, me convertí en playa, en la silueta de grandes barcos y en una mujer morena que merodea una casa; la tranquilidad se transformaba en un estruendo inquieto por no hacer ruido. En la ventana del baño entran las risas de los niños jugando en el patio. En la ducha he limpiado todos los cansancios, en especial el dolor de Fernando Pessoa, así aprendí a estar sola y a saborear el desasosiego soportado por el comedor. Parece que le estoy cediendo mi respiración y fatiga al espacio en que habito. 

     De niña cambiaba todos los muebles de su lugar y raspaba las paredes por la insistencia de acomodarlos, crecí y ahora no lo hago porque imagino que cada armario tiene su lugar y echa raíces en el piso. Por ejemplo, encima del ropero, donde están guardados todos mis vestidos, se encuentra una montaña de cajitas de todos los colores, en una de ellas guardo las libretas para escribir que me ha regalado mi hermana mayor; cada vez me regala una más gorda, debo escribir de prisa, así como ella, la geógrafa, ha recorrido el mundo: a ritmo acelerado. Mi meta es que cada vez que saco un vestido del armario debo escribir algo. 

       Recuerdo que en la navidad del año 2014, después de la cena y antes de la media noche, papá Ismael se fue a la clínica donde mi abuela Hilda estaba internada. Papá pasaría Noche Buena mientras ella dormía. Esa noche no hubo regalos en el árbol, pero en el momento de acostarme, bajo la almohada, estaba la novela Tartamudo de Sebastían Bejarano, de una hermosa editorial llamada Animal Extinto. Ese fue el regalo que papá me había dejado. Ese mismo 25 de diciembre empecé a leerlo y lo terminé el día siguiente; la entrega fue parecida a mis lecturas, antes de saber amar, con las novelas de Milan Kundera o los sofocos en la habitación al explorar Sexus, Plexus y Nexus de Henry Miller, o en la rabia sentida en la cama al terminar  De Profundis de Óscar Wilde  y tener unas medias veladas guardadas hace mucho tiempo. 


     Los espacios se acumulan como los libros. Esto es todo lo que tengo: estar en otros lugares posibles para habitar,  estar en otras historias, porque mi realidad no es lo que se encuentra entre cuatro paredes, sino lo que está entre las dos tapas del libro que respiro; tan solo salir a la calle para encontrar posibles evidencias de lo que he leído. Mi dirección en este momento es: Brújula para el mundo contemporáneo. Una guía  para entender el siglo XXI de Diana Uribe, y Mujercitas de Louisa May Alcott. Todo en clave mujer. 




Escrito por Estefania Almonacid Velosa


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