Recortes


I.



         Soñé que entrevistaba a Marylin Monroe y que el escritor Arthur Miller me hablaba de amor. Otra noche soñé que Michael Jackson venía a visitarme y alguna vez Juan Luis Guerra apareció y me dio un beso. Es decir, mis sueños son con grandes personalidades, son por lo alto. En la noche me duché en presencia de una araña que estaba en el techo y una polilla revoloteaba en las paredes de agua; jugué a ser una expedicionaria que se sumergía en un lago en medio de la selva. Después del baño seleccioné las tres canciones en español más sexys que he escuchado: Morena mía de Miguel Bosé, Lolita de la Orquesta Mondragón y Negrita de La Unión. Destendí la cama y no me acosté.

En la mañana fotografié las alucinaciones de la montaña y regresé para almorzar el sancocho que preparó mi padre; cada bocado lo adoré con una actitud india. Volví a salir buscando la tienda de alquiler de películas para ver en el betamax; buscaba esa tienda de escenografía de terciopelo, luces bajas y olor a cigarrillo. ¿Dónde están los formatos de alquiler, mi nombre anotado y las películas? No existen. Bajé por farallones de lámparas, frutas y cortinas que incluyen diálogos especiales para la oscuridad. Regresé a dormir y a cenar. Encontré las evidencias que indican lo siguiente: todo el sahumerio que encendió la abuela, año tras año, en enero, se consumió. No hay rastro de sahumerio en los aretes que diseñó con perlas mi abuelo, ni en los binóculos alemanes, ni en los estuches, tampoco en el cofre de madera, ni en el lente de la cámara fotográfica, ni siquiera en el saco que tengo puesto, el que usaba la abuela Hilda, tiene ese olor que tanto busco. El temblor me despierta, pero simulo dormir, siempre ha sido así.

II.


        Mi mayor fracaso en el colegio fue no tener una trusa color rosa para la presentación final de danzas. Recuerdo que bailaría ballet, pero me quedé de espectadora frente al escenario dorado, sufriendo mi desventaja de no tener la dichosa prenda rosa. Por las circunstancias económicas de papá y mamá no pedí que me la compraran; tenía la esperanza de poder bailar con alguna prenda de mi armario y que el diseño inventado para las alas de mariposa que debíamos utilizar como parte del vestuario, serían la razón de sobra para presentarme, pero no sucedió así. No pude adorar la música en el escenario. Sin embargo, ahora la trusa está adherida a la piel después de haberla maldecido tanto, puedo desnudarme y sigue intacta; no necesito escenarios para presentarme, encontré el bombillito que me alumbraba a mí la mañana de la presentación sentada en una silla haciendo las veces de espectadora. Tengo los pasos pegados, la escarcha en mi espalda, la sonrisa lista, el cuello alargado, los brazos eternos. Solo falta que llegue el atardecer para presentarle la coreografía que aprendí en el colegio. 

III.




       Me levanté de la cama con el recuerdo de haber vivido alguna vez en una casa rodante. Estaba en la cocina preparando el desayuno, me acompañaba mi primo Brayan, quien me decía mientras partía un melón para echarlo en una olleta con agua, que hervir agua con trozos de melón era buenísimo para la salud. Yo preparaba garbanzos en una olla pitadora, también cocinaba huevos y el café hervía en la cafetera. En un momento inesperado papá arrancó y la casa rodante sufrió un movimiento brusco, al igual que la estufa. La olleta del agua hervida se desplomó de la estufa y el sartén de los huevos también cayó al piso.  Lo único que pude salvar fue la olla de los garbanzos. El almuerzo estaba asegurado. No obstante, el movimiento de la casa era insoportable para cocinar, con una mano sostenía una olla y con la otra preparaba nuevamente los huevos, las maromas eran de aplaudir. Estaba empeñada en hacer el desayuno, sabía que huíamos de algo, pero no me iba a quedar sin comer nada.  

 IV.
         Escribí una carta, todo fue una declaración que entrega en un zarpazo alguna posibilidad. Vi la película chilena De jueves a domingo de la directora Dominga Sotomayor. La cinta termina con la canción Quiero dormir cansado en la voz de Diego Fontecilla, en esa escena una familia camina por un paisaje rocoso, luego se abrazan como si fuera el último viaje juntos porque la separación del matrimonio era definitiva. Me acosté aborreciendo los mensajes que llegaban a mi celular y que hablaban de deseos insípidos. Dormí profunda y soñé que bailaba en una fiesta, vestía de negro y no vacilaba con la mirada. Me desperté pensando en mi declaración y en el fracaso, me di cuenta de que el único que me engatusa en estos momentos es mi gato Bartolo.  Salí de la cama, me sacudí y regresé con unos trozos de piña, coloqué la canción de la escena de la película y volví a caer en un sueño inmenso. El jugo de la piña se derramó en las sábanas. 

IV.

     Abrir el armario y que esté lloviendo adentro. Que las prendas salgan corriendo para huirle a la lluvia. Prendas de todos los colores, la mayoría con destellos. Que las telas rocen el rostro y el pecho hasta humedecer las piernas y los pies. Que den giros, haciendo de las puertas del armario un lienzo a donde irán a parar los pigmentos del color de la ropa.  Que deje de llover y en la oscuridad del mueble aparezca una bola de discoteca. Solo hace falta entrar. A eso yo le llamo escuchar la música de Quincy Jones. Me enteré de ese hombre después de comerme unos fríjoles con patacones y después de lavar la loza. Lo vi en la pantalla de la televisión. Tan lejos lo vi, con esa angustia en la niñez, pero luego tan imponente, estudiante de música en París, pionero de una orquesta de jazz, así hasta enaltecer a Frank Sinatra, convertir en leyenda a Michael Jackson y seguir sacando discos. 

 ¡Hasta aquí una bocanada de aire, por favor! 

Había visto la película El color púrpura pero no sabía que Quincy había compuesto la banda sonora, ahora la grandeza cobra sentido. La música de Quincy hace que todo sea complaciente, que salga el arcoíris en medio de la noche, que haya una reunión de zapatos brillantes en la oscuridad, que todas las esquinas del movimiento estén en mi habitación, que se enciendan lámparas cuando se conmueven las miradas, que nazcan constelaciones en las cicatrices de la piel, que dance Vishnú mientras preparo un jugo de lulo. 

Necesito tomar de nuevo una bocanada de aire. 

Sigo viendo las fotografías del compositor norteamericano en la pantalla y confieso que es el hombre más gallardo e interesante que he visto. Elijo Summer in the city. Me voy relajada caminando con el estilo de El príncipe del rap, me voy con mi chaqueta intergaláctica. 






Estefania Almonacid Velosa


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