Un amor fugaz de Butaca

      
Teatro Rex en Barranquilla
Fotografía tomada de: https://www.primerplano.com.co/cultura/turismo-en-barranquilla/


     El Buenos Aires  era un teatro sin techo que funcionaba por las noches a pocas cuadras de mi casa, en una calle angosta de pequeños restaurantes y poco tráfico, por la que entraba con fuerza, en alguna época del año, toda la brisa que venía del mar. No era esto último sin embargo la verdadera razón de su nombre amable. Alguna vez presentando a Gardel, su dueño lo había bautizado así en memoria arquitectónica de aquel cantor argentino que apenas había cruzado con él un "qué tal" y un apretón de manos en el aeropuerto. Muchos años después, cerrado y convertido en bodega de almacén, el Buenos Aires conservaba solamente la oscuridad relativa de sus días de gloria, cuando lo tenían por uno de los más respetables teatros populares de Barranquilla, igual que el San Jorge o el Doña Maruja, donde se presentaban con cuatro días de atraso nada más, los grandes estrenos de otros cinemas, cerrados y con aire acondicionado. 

      Construido en ladrillo, su enorme letrero luminoso y verde sobre la parte superior de la fachada redonda, al teatro le habían dibujado con cincel varios rectángulos en la pared, para pegar allí los avisos de las películas, pliegos anchos de papel escritos a mano con escoba untada en polvo mineral. Uno de esos avisos, el que daba a la izquierda del teatro, frente al andén por donde cogíamos nosotros al doblar la cuadra viniendo de la casa, anunciaba siempre con gran relieve las dos películas de esa misma noche, así que eran frecuentes mis carreritas hasta la esquina, para mirar desde allí, regresar y contarle a mi padre lo que estaban dando. En eso del cine él había sido mi primer maestro. Me enseñó a no confundir los nombres de los artistas, me explicó algunos trucos mecánicos de filmación y me descubrió al Buenos Aires por dentro, con sus paredes pintadas de verde biche cardenal y sus largas bancas de madera, esas que después cambiarían por unas sillas de metal pegadas al piso y una subida de precio de la boleta. 

         No fuimos solos al teatro aquella primera vez sino con mi madre, que se quedó dormida del aburrimiento en la primera película, mientras Gregory Peck les llenaba la barriga de plomo a los alemanes, y más molestos que él me puse yo porque tuve que regresarme con ella a la casa en el intermedio, y entonces más furiosos mi padre que juró no llevarla más al cine, a menos —y fue un consenso— que presentaran algunas de esas cintas mexicanas con Sara García o Libertad Lamarque, que le encantaban a mamá y la mantenían todo el tiempo con el ojo en asombro y lleno de lagrimones y a uno también, de puro pendejo, con la nariz aguada por la emoción de ver cómo raptaban al niñito de la película o cómo se quebraba su cuerpito contra la arena al caer por accidente desde el juguete más alto de la ciudad de hierro, con su madre abajo y de brazos cortos ante la tragedia y su dolor más tarde expresado en un disco que ni mandado a hacer para el episodio, mariachi destrozado al fondo, primer plano a la cara sostenido, el teatro como un coro suspirando quedo y mi madre al final, todavía en sollozos, exaltando el argumento de don fulano, criticando los papeles masculinos de la cinta, los hombres son así, tirándole de paso y por pretexto sus puyitas a papá.

       Con el tiempo pude ir solo al Buenos Aires, lo que quiere decir sin papá y mamá, con dos amigos de la cuadra, en principio a vespertina, horario de capulinas y clavillazos, de vaqueros y luchadores allá arriba en el telón, pero de verdadera pantalla aquí abajo en la sala, con toda la gente joven tirando pinta, desfilando en continuas idas y venidas hasta el puesto de los dulces, comprando cualquier chuchería en cada viaje, por el simple arte de mostrarse, de darse uno la pasadita por donde el bocato, como se le llamaba a la muchacha que estaba buena, de picarle el ojo y de levantársela allí mismo, si sonreía junto a una silla vacía. 

        Poco a poco, aquellas visitas más frecuentes al Buenos Aires me fueron enseñando que lo más interesante de todo en aquel teatro era su personal. En la parte de atrás, el dueño había mandado a clavar otras sillas hasta el pegue de la pared, para evitar algo de otra manera inevitable, como era que los novios, alentados por el calor de las caricias de butaca, se pusieran de pie y se corrieran hasta el espacio de atrás, corredor donde podían poner en práctica su amor vertical de mayor contacto, ropa contra ropa, piel entre piel, enredándose en ocasiones con las débiles cortinas de la salida lateral o emergiendo de pronto, al encenderse repentinamente las luces, desde el piso de cemento a donde habían ido a caer con suave naturalidad en medio del ajetreo sexual que les exigía otras latitudes. 

        Que se encendieran las luces en plena proyección era cosa apenas eventual dentro del Buenos Aires, pero su ocurrencia desorganizaba más de una situación en toda la sala. Causa normal, que se reventara el rollo; anormal, pero posible, que algún espectador se encontrara de pronto, en mitad de la película, con una mano extra sobre (mencionemos un lugar) la rodilla de su señora y la emprendiera a golpes contra el invasor furtivo que saltaba de fila en fila por encima de los ojos y la anatomía de las demás personas, produciendo tal escándalo en su atropello de miedo que el proyeccionista prendía los focos y entonces todos, entre burlas, ofensas y divertimento, le descubríamos por un instante al tocador la cara. Por supuesto que situaciones de esta índole no arrojaban siempre como consecuencia un alumbramiento súbito de la estancia. No todas las veces el marido en cuestión o el proyeccionista se enteraban, la señora no resultaba en ocasiones ofendida sino seducida y lo que causaba escándalo en otras condiciones no pasaba de ser aquí, bajo la luna del Buenos Aires, un amor fugaz de butaca. El caso se refrendada incluso varias veces en la misma noche, por sitios distintos de la sala, variando apenas los personajes y la intensidad, no importando de verdad, entonces, momentánea democracia de la noche, diferencias de las clase, raza, religión o sexo, aunque este último resultase en oportunidades redundante, las más de la veces contradictorio. 

         Todo eso le daba al Buenos Aires un sabor distinto al de la calidad de las películas que exhibía. Y debo decir que mis compañeros de oscuridad aportaban a ello su buena pizca de sazón. De los dos, yo prefería a Alberto, porque no sabía mucho de cine, así que era poco exigente con el programa, le gustaba sentarse en mitad de la sala, más bien silente y educado, ideal si no fuera por aquel ruidito molesto y permanente que salía de su boca, no suave y parejo como el ronquido materno, sino frenético y variable, matizado en continuo por el desesperante rasgar de bolsas de celofán, abrigo indiscreto de papas y patacones tostados que hacían crac y desaparecían entre sus dientes, paradigma a la Alberto, cena de sus escenas, digestión doble de lo visual y lo intestinal. Una de las pocas veces que vi a Alberto abrir la boca en un teatro para decir y no comer algo fue la noche en que me comentó, los dos aún en la entrada del Buenos Aires, decidiendo si comprábamos revendidas las boletas o si nos gastábamos el dinero apostando en la ruleta de ahí afuera, que se le antojaba insólito ver a un ciego pedir limosna en un cine porque en ese momento de ironía el pobre hombre estaba viviendo de un espectáculo hecho para todo el mundo menos para él. Con Alberto nos dejamos de ver cuando él se mudó para el barrio San José, donde su padre montaría una fábrica de hielo. Lo recuerdo diciéndome adiós desde el camión de la mudanza, sentado, con las piernas colgando de la parte de atrás, recostado a la nevera azul de los helados domingueros, sonriéndome también, igual que yo, con su tristeza. 

      Julián era todo lo contrario: alto, flaco, pelo largo, los ojos como rayas, no comía pero fumaba, sabía mucho más de cine que todos, le encantaba sentarse en las primeras filas, para ver cómo decía la película primero que los demás, y participaba como nadie de la función. Cuando empezaba a hacerlo, ya nadie podía a su alrededor seguir tranquilo la película.  Casi siempre se le había visto en uno de los cinemas de estreno y se la contaba entonces a uno completa, anticipándose escena tras escena, comentando lo que, en su "concepto muy particular", habría sido una equivocación del director. Cierta noche cometió la insensatez de llevar al cine a su hermanita analfabeta de cuatro años y le leyó en voz alta para desespero de las veinte filas a la redonda, los diálogos completos de Ifigenia.  Se divertía burlón tomando del pelo a los demás espectadores, aprovechando un esperado segundo de tensión o de suspenso para lanzar con una importada voz su alarido de sorpresa, motivando la risa nerviosa y desahogada de la gente. No obstante, lo que me hizo descartarlo de un vez por todas como mi compañero de espectáculo, fue una noche ahí en el Buenos Aires, cuando se emocionó tanto con aquella película erótica, que se puso a gritar al hombre en pantalla sobre cuál era la mejor manera de seducir a la muchacha, un muestrario escatológico que me llevó a levantar mi humanidad de la sillas con vergüenza y lentitud, para no despertar ni siquiera sus sospechas, queriendo desaparecer a lo Sifo y no volverlo a ver jamás dentro de un teatro, sino como algo distante y venéreo. 

    Tampoco volví al Buenos Aires. Empecé a encariñarme con el Rex, un teatro escuálido y de medio pelo que quedaba en toda la esquina de una cuadra llena de cantinas de mala muerte y otros sitios de perdición, a pocos metros del Centro Cívico, un edificio amarillento con escaleras de caracol, a donde iban a romperse el alma los suicidas de la ciudad. 

      Cambién también de horario. El Rex era famoso por sus dobles. Un par de buenas películas por el mismo precio. Además, continuo. O sea que uno podía entrar a cualquier hora después de las dos y quedarse mirando y remirando escenas hasta cuando quisiera, cosa que hacía yo, solo en sábado y domingo, porque entre semana, escapado del colegio, me tocaba estar pendiente del reloj para salir corriendo como a las cinco y media y llegar a tiempo a casa con la mejor cara de cansancio estudiantil. 

     Fue en una de esas tardes como cineasta clandestino que conocí  a Elke Sommer. No recuerdo el nombre de la película, pero no puedo olvidar en cambio el intenso olor del teatro aquella tarde, como una mezcla extraña de varechina y manteca de pepita, la primera un líquido para desmanchar la ropa, la segunda, una especie de vaselina vegetal que usan las negras de la costa para alisar la rebeldía de su cabello cucú. Ya era bien conocido que el personal del Rex estaba conformado en su mayoría por obreros, trabajadores de medio tiempo o por contrato, desempleados, holgazanes, estudiantes de leva como yo, casi todos ellos abrazados a su doméstica correspondiente, cabeza con cabeza, motoncitos de a dos repartidos por toda la sala, buscando la soledad en medio de la muchedumbre, acariciando sus cuerpos, humedeciéndolos de pasión bajo la luz descolorida del telón y el fresco adormecedor de los abanicos de techo, riendo bajito y respirando fuerte, indiferente al cine en su emoción de película, apenas impedida su premura animal por el brazo impertinente de la butaca.


La actriz alemana Elke Sommer.
Tomada de https://www.pinterest.de/pin/356065914260564986/

     Fue allí que vi a Elke por primera vez, brotando del mar en un patanloncito breve de color azul y sostén ídem, anchan sus caderas, los senos grandes, prácticamente asfixiados por la tira, mis ojos mirando el agua resbalar sobre su piel dorada, turistas incansables de sus muslos y su vientre, subiendo sin fatiga hasta los suyos verde dominante y besando sus labios de boquita consentida, mueca coqueta, tic sensual que me sería después muy pronto reconocible, acostumbrado ya a buscarla entre los artistas de las revistas femeninas, los caramelos de colección y los almanaques de fin de año, de donde la recorté una vez arrebatándosela en diciembre al mes de junio, untándola de goma por detrás y pegándola en la cabacera de mi cama, más cerca de mí que el cristo, casi tan desnuda como él, en otro ambiente, claro está, santa de mis devociones, demonio espectacular de mis afortunados sueños. 

      Me enamoré de Elke y me enamoré del Rex. La seguí viendo en la misma sala de paredes rojas y sillas de metal, descubriendo con ella el valor del cine solitario, sin testigos, y el humor idiota de Peter Seller, repitiendo las películas por lo escasas, ignorando la trama desde la cartelera en los periódicos, indagando tan sólo por su nombre en los repartos, yo monógamo impenitente, sin cortejos visuales para ninguna otra actriz, amante egoísta que no mencionaba una sola pista de mi verano sueco en las reuniones con los amigos de la escuela, reuniones en las que caía infaltable el tema del cine y por consiguiente el de las artistas, lugar común de disputas entre fanáticos de una u otra estrella, casi siempre de Raquel Welch, la Ursula Andress, la Claudia Cardinale o la Sofia Ponti, manera cómica que tenía el grupo de referirse a la Loren, la de Carlo. 

       Elke, todos los sabíamos, no era una gran actriz ni tampoco lo que se dice una cara conocida. Tal vez por eso mi subconsciente la escogió en lo oscuro como su objeto de deseo. Era más mía ella que las otras. Y cuando algún tiempo más tarde, después de salir caminando del teatro todos los días o las semanas como el actor de la película y decidir por fin que yo quería era caminar siempre como Robert Mitchun y parecerme a él en toda la velludez de mis catorce años, no deseaba otra cosa mi corazón de cineastas empedernido que una película con los dos, cita fustrada, en la que Elke toda ella y yo todo Mitchum, pudiéndose hacer nuestro amor de celuloide una y otra vez, interminablemente en mi memoria. 


                                                                                                                
                                                                                                                Por Heriberto Fiorillo


Tomado del libro  Nada es mentira Crónicas y otros textos. 



      
Tomada de
 revistavolarcolombia.com

Heriberto Fiorillo

Periodista, guionista y director de cine. Nació en Barranquilla. Estudió periodismo en la Universidad Javeriana, en Bogotá, y realizó un curso de producción y adaptación de radio y televisión en New york, en donde vivió de 1988 a 1994. Su trayectoria en prensa escrita lo ha llevado a  trabajar en diversas publicaciones. Fue cronista, jefe de redacción y subdirector de Cromos, director del suplemento literario y asesor editorial del Diario del Caribe, y colaborador de Semana y El Espectador. Sus trabajos han recibido cuatro premios nacionales de televisión, además de diez nominaciones y otros reconocimientos nacionales e internacionales en periodismo, cine y televisión. 

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