La sombra de la inquilina

 

Café San Moritz. Revista Diners. 1983

  Hilda sabe que si la casa se destruye moriría. Pero aún le quedan fuerzas, las  mujeres siempre mueren de últimas, ella no será la excepción.
      
      Los que transitan por la Callejón de los Libreros en la calle 16 podrán afirmar que existe el Café San Moritz. No es un lugar fantasma como lo hacen creer la ausencia de datos en los documentos bibliográficos. Existe a pesar de que los hombres que visitan el lugar tengan el aspecto de naturaleza muerta con sombrero y periódico.
     
      La naturaleza dentro del San Moritz se vuelve salvaje, los hombres me miran como la intrusa en una reunión masculina. Aparece Hilda Vásquez, propietaria del lugar junto a su hermano David.
      
        La veo en las esquinas oscuras, limpiando las mesas de un rojizo desgastado, sirviendo el café en la máquina marca Faema traída de Milan en los años 30. Ahora está haciendo cuentas en la caja, desaparece y regresa con la seriedad que la caracteriza.  A  veces solo se esconde en el gran mesón que está en frente del pasillo de la entrada del San Mortiz, saluda a los hombres, a veces solo observa. En silencio revisa papeles arrugados y sucios, los hombres beben más, las lágrimas negras de Daniel Santos les turbe los recuerdos.
     
    Después de estar tanto tiempo en el café me abruma la bella música, como si a Don Juan le llegara a abrumar el sexo.
     
   Será el matiz sepia de la luz que cae del techo o los olores despreciables con los conmovedores o  las fotografías cuando Bogotá era en blanco y negro, los marcos de las puertas  o las sillas en donde casi nadie se sienta, el peso de los años que quieren enterrarse para siempre o los objetos que se resisten el uso, o serán los pocillos que se lavan y se suicidan rompiéndose en la baldosa que ya no resiste un paso más.
     
     Todo podría ser la causa de la tristeza de Hilda. Veo una grieta en la pared, una parte del techo puede que se me caiga en la cabeza. No es momento para hablar con ella. Se encierra en un cuarto que está en una esquina del café, no creo que salga, es mejor irme.


***

     —No insista— Me mira con desconfianza y prosigue. 

     —No hay la menor posibilidad que yo le cuente mi vida en este café.
      
         Llora.
       
        La oscuridad del salón de atrás del café le reviven los fantasmas, hace tiempo que no los despertaba, sin embargo, cuando los fantasmas aparecen muy a menudo es que están a punto de desaparecer.

       Mi madre me duele—Me dice.

      ¿Qué pasa con su mamá?

      No cuente nada de mí, cuente la historia de ella. 

      Pero usted es la mujer… 

         Me interrumpe

     Mi vida no, es la vida de ella. Déjeme pensarlo, llámeme el lunes y le doy mi respuesta.
         
        En los años 40 los hombres salían del café a la madrugada con los bolsillos vacíos y el corazón borracho. En el presente una mujer sale con la historia vacía, es la fugitiva sensación que canta Agustín Lara. 


Tomada por Estefania Almonacid Velosa. Bogotá (2014).

***

      Leticia fue la mujer que enterró a su esposo y a tres hijos, cargó a tantos muertos en  la espalda que fue desapareciendo, porque el perder un hijo significa despedirse de una parte del cuerpo. Su hija Hilda la vio esfumarse y ahora llora, por eso no quiere que la evoquemos en el anticuario de nostalgias, el café.

        
      Leticia…Leticia… Leticia… ¿Cómo un nombre esconde tanto? El misterio de los lugares  tiene nombre propio,  el San Moritz es mujer,  mejor Santa Moritz, es por eso que solo van hombres, es la amante que más les gusta.
        
       Yo era la que firmaba por mi mamá. Un día me pidieron que colocara mi nombre, mi firma y el número de cédula y terminé colocando la de mi mamá, era inevitable. Las personas que venían a traer la cerveza y los demás pedidos me llamaban Leticia, señora Leticia firme aquí, pero yo les decía muy seria, no, que no me volvieran a llamar Leticia, que mi nombre era Hilda.
    
         Llega un hombre a pedir cerveza, ella se va.


***

       Hilda no me contará más, es desastroso hablar del café San Moritz sin nombrar a Leticia Delgado, el recuerdo más frágil.  Se niega y se disculpa con un trueno en la boca. Ella también absorbe el humo enfermo para alejar los fragmentos de vida,  al igual que su madre los inhaló en el café y murió.
      
       A ella la conocí, era una mujer diferente pero cuando murió su madre se le desbarató la vida—.Dice Yolanda Rivera, amiga de Hilda y ex amante del Moritz.
    
       Ella no le gusta hablar del café, no sé  porque trabaja allí si ese lugar le recuerda tanto a su mamá, siempre sufre por ella. No habla para no recordar, pero en el silencio la recuerda más—. Comenta Nubia Lasso investigadora de los cafés en Bogotá. 
      
        
      Nunca es fácil abandonar el hogar y menos si hay fantasmas. Ella los conoce muy bien, por eso administra el café y coordina todo: el sonido de una nueva grieta en el techo, los títulos de cada bolero, la posición de los pocillos, al igual que la grabaciones de las películas que se han hecho en el café como La historia del baúl rosado,  Cóndores no entierran todos los días,  Roa; o comerciales con personajes como Fanny Mikey,  Isabela Santodomingo y César Mora.
     
           Hilda y Leticia es una misma mujer, pero en diferentes generaciones, por eso Hilda no quiere hablar, no sabría qué vida inventarle a Leticia, el alma femenina que ha visto tantas hombres entrar meditabundos o salir amargos. Esa misma que sintió compasión cuando las secretarias de los políticos entraban al café avergonzadas buscando a sus jefes, esa misma que tuvo un esposo llamado Gustavo Vásquez que le compró el café a Guillermo Wills Olaya, fundador del San Moritz, por 200 pesos.
      
           Hay un bolero en su rostro,  Humo en los ojos  de Agustín Lara, incluso cuando habla por teléfono su voz es fuerte y se marchita como susurrando la melodía de alguna despedida. ¿Cómo son las personas que se criaron a punta de boleros?  Cesar Pagano, el intelectual de la salsa y el bolero responde: 

      —Enamoradizas, soñadoras, seductoras, pero también melancólicas. 

           ¿Hilda acaso es enamoradiza, soñadora, seductora, pero también melancólica? Ella que se dormía en el rincón del café arrullada por el bolero, tal vez Hola soledad de Palito Ortega, mientras esperaba a que llegara la hora del cierre.

      Pudo serlo cuando la vida de Leticia aún le corría por las venas.


***

Tomada por Estefania Almonacid Velosa. Bogotá. (2014).

      Es lunes, martes o miércoles, jueves o viernes, puede ser algún sábado, el domingo no porque ese día no se abre el San Moritz, puede estar Hilda desempolvando el café, haciendo cuentas, muecas mientras mira las paredes, llamadas, puede estar a punto de rendirse y entregar a la suerte el año de 1937, año en que se fundó el San Mortiz por Guillermo Wills, pero no, como dijo su hermano, David Vásquez: el café no está en venta.
      
        A pesar de que la Fundación Niños de los Andes, dueña de la casa donde se encuentra el café, quiere demoler la casa, Hilda sigue ahí de pie aunque su cuerpo ya no resista, aunque sus cuentas no le den y la presión de un ruido en el techo le vulnere su valentía. 
      
     Si no se restaura, la casa dejará de ser casa, el café en café y la historia será polvo, finalmente Hilda se desplomará y todos volverán a sus casas. O mejor, la casa será restaurada, el café historia viva y esa mujer seguirá siendo la misma porque Leticia, la madre, no está, porque en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse,  como bien lo dice el gran Tito Rodríguez en su bolero Inolvidable.
     
     ¿Quién dará razón de ella?  Es un alma inquilina dentro de estructuras que han esquivado la severidad de tantos años, algo impúdicas, ya nos les importa resistir, qué más da si se caen, las paredes no mueren de pie como los arboles. Sin embargo esa inquilina es la encargada de no dejarlas caer aunque estén agonizando, como si dijera advirtiendo si ustedes se caen todos moriremos. 
    
    Las paredes no se atreven, ni siquiera los hombres de la tercera edad que asisten al café quieren decir adiós, ya es hora de morir,  ¿acaso algo se está postergando?  La  muerte bogotana quiere sus propiedades, el café traga saliva, pasa desapercibo para que nunca le llegue el día.
     
     Hilda Vásquez se abstiene del silencio vacío, en su lugar prefiere ese silencio de boleros,  tazas, café servido, risas y hojas de periódico, prefiere seguir contando dinero y no hablar con nadie. Es mejor no revelar que la herida más profunda aun no es cicatriz.
      
         Hay que marcharse, dejar descansar a las sombras.



Escrito por Estefania Almonacid Velosa. 
Bogotá, (2014). 

Comentarios

  1. En realidad la casa era de la esposa del Abogado Guillermo Wills, Helena. Ella fue quien dono la casa a la Fundación. En ella años antes tambien en su esquina existia un negocio de deportes, se llama Stadium lo admimistrava un señor de apellodo Hernandez. Tenia una Bodega en el segundo piso. Como la tenia la papeleria escala. Y la panaderia de don carlos, que estaba en el local siguiente por la carrera 8a. El aleman señor Witthii, que arreglaba termometros de mercurio. El tambien aleman el señor Paul Beer, fotografo, y que decir de los dos sastres, el señor Cruz y el señor Montañez
    Jugaban ajedrez en las tardes. Tres cerezos, un lavadero en piedra.
    Jamas he tenido un amigo como Guillermo Wills, exingente y diciplinado. Hoy su memoria esta en el cementerio central al lado de su gran amor Helena. Soy todo lo que soy Gracias a ti. Cada 15 de junio lloro tu partida gran amigo.

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