Mi boca es un nido luminoso de maíz

 

            Nunca había adorado tanto los alimentos. El maíz, los granos, las moras y los ciruelos. Sentada bajo el laurel, en la peña que es el comedor, adivino la personalidad de mis labios al poner el trozo de esos alimentos en los dientes, en la lengua, en el corazón. Lentamente y en silencio me entrego a eso, ahora es el momento mayor del día. No hay radio, ni tele, solo el crujido de mi masticar, el viento y el paso de los animales.

                      

        He dejado la ciudad. Me interno entre dientes de león y amarantos. Aquí la vida se agranda. Por fin recojo de la tierra los alimentos para mi almuerzo. No es que me guste el bullicio, lo he cambiado por una bandada de copas de árboles. Las luces flotantes ahora son antorchas en la espalda de los insectos. Espero en la ventana a que la bruma pregunte si puedo salir a jugar. A veces nadie pregunta, me quedo en la habitación, me peino y me perfumo, estoy así, a la expectativa de una pregunta.

            No me puedo quedar aquí toda la vida. Salgo. Embarro las zapatillas o me descalzo e interpreto los cuentos de Liliana Heker y los poemas de Liliana Ancalao. Piso casas antiguas de adobe y tengo la suerte de encontrar una ruana o una diadema. Vuelvo a la habitación del abuelo Arsenio, aún está la estructura de la cama, es estrecha y está plagada de polvo. La humedad alcanza a enrollarse entre mis rodillas. Invento una colcha con el mismo tejido de mi saco, no hay rastros del sombrero, era verde oliva con un tocado de plumaje café, ya no están las estatuillas religiosas, solo un bolso que jamás se usó colgado en la pared.


        No hay necesidad de escudriñar el pasado, las paredes lo cuentan todo. Los cobertores aún están dispuestos donde los dejó su último dueño. Es difícil que el viento y los años destruyan un árbol y hay casas que están más plantadas que los árboles viejos. A simple vista las casas se ven derrotadas, pero al pisarlas se sienten las fuerzas del que se rehúsa a caer. Los fantasmas también tienen derecho a tener un lugar donde habitar. Por ejemplo, ayer me asomé en los ventanales de una hacienda que pertenecía a un señor llamado Mardoco. Es una hacienda de películas mexicanas dice mi madre, no solo por la estructura de la casa, es que su historia merece un cartel de cine… Mujeres vestidas de negro, asesinatos, dinero y nacimientos de niñas que eran enterradas en la noche. Al asomarme a la casa observo un florero, un bifé, una sala desgastada y un pequeño comedor. Logro ver un solar por la rendija de la puerta, pero el viento hace tiritar tanto las columnas de madera que no logro descubrir nada más. Al alejarme, la hacienda se vuelve más inquietante, me encuentro con una cruz de piedra, caballos que no avisan la presencia y murmullos que piden la noche acompañada del compás de un mariachi acongojado. 


       He visto atardeceres con la personalidad de auroras boreales, he compartido una cerveza y rescatado orquídeas con mi madre. He inventado baños de eucalipto y sauco con los párpados cerrados para no gastar la mirada y tener en la noche los ojos bien lúcidos en la contemplación del planetario que cubre la vereda. En las caminatas por senderos y carreteras me acompaña un perro inmenso llamado Cacharro, es idéntico a un lobito, y otro perrito dorado que se llama Firulais. A ellos les gusta comer mucho y que los consientan, son sus dos pasatiempos preferidos. También les gusta perseguir mariposas y correr entre las flores. Tenemos gustos parecidos, por eso nos hicimos amigos. Anoche Cacharro y yo estábamos en silencio mientras bajábamos de la vereda La Palma. Solo conversaban la tía Cristina y mamá Aurora… La abuela Silvina habría tenido más años de vida si sus hijas no se hubieran ido a la ciudad, sí. Cristina fue la única que le dio fuerza a Silvina para seguir respirando, sí. Cristina se acuerda de cuando el abuelo Arsenio, en pleno embarazo de la abuela, llegaba a la medianoche con sus amantes y Silvina debía levantarse para prepararles comida, luego, se volvía a ir con ellas, sí. Mamá no se acuerda de eso, no lo cree, se estremece. En Úmbita, las parejas menores de 18 años no se casaban, pero en Tunja y en Garagoa sí los casaban. Los viajes se realizaban urgentes, había que casarse como fuera, sí.

           Bajo los árboles se expanden flores invisibles. Invento la fotografía del matrimonio de Arsenio y Silvina, hago una grulla con la fotografía y la dejo volar, la olvido, después invento a Silvina, a esa mujer que solo he visto en dos fotografías, la invento con una bata organdí y trenzado el cabello, descalza, con labios frescos dispuestos a rozarse con miel y un durazno recién mordido. Le pido que siga los movimientos de las ramas, que se hunda en la hojarasca, que levante los brazos y coincida con las ondulaciones del viento, que pueda despegarse del piso y que en segundos se convierta en el pájaro que más le gusta. Me pongo de pie y le explico, me dejo deslizar, le pido que aprovechemos el soplo de las hojas. Danzamos juntas. La recupero.

            Me encuentro con la señora Rosario Bohórquez y su esposo Carmelo Huertas en su casa de hierbas, en su techo de arcilla, en su piso de flores. Silvina estuvo aquí varias veces, el barro parece guardar todas las huellas de sus visitas, es aquí donde la reviven con amabilidad. No es imposible verla tan nítida, me persigue en el caminar y cuando estoy sola. Me entero de que preparaba arepas de maíz, arepas grandes y gruesas para los obreros, así, como me gustan a mí.   

         He subido varias peñas para llegar a una cocina construida en madera. Está Rosario, su hija Marisela y dos de sus nueras, una de ellas es María, que tiene una belleza egipcia, tez canela, ojos claros y cabello negro, muy largo. No recuerdo el nombre de la otra nuera de la señora Rosario, solo recuerdo sus manos que amasan, rellenan y le dan forma de luna llena al maíz. Marisela las coloca en la piedra caliente, después de cocidas las enfrenta al fuego para simular un sol. Entre el humo, la oscuridad y la tizna, las arepas, los ojos y las manos son lo único visible. Me digo, estoy en un santuario y Rosario es la sacerdotisa.


              Parto el sol en dos y mi boca es un nido luminoso de maíz. Varios corazones y un solo vientre de mujer me calientan las manos que a menudo están frías. Salgo a agarrar moras con Mayra, Isabella, Diana, Sofia, Ángel y Misael, que conocen el camino hacia la meca de las moras. Entrego mi cuerpo a las espinas para alcanzar los frutos más morados. Isabela de trece años me enseña que debo agarrar también las moras rosadas porque al otro día amanecerán maduras. Mayra, de siete años, recita el ángel de la guarda y con Diana, de diez años, me indica el fruto del granizo que sirve para pintarse los labios, se vuelven rojos y luego morados. ¡Aquí hay más molas!, grita Sofia de dos años. Las niñas corren y toman de la mano a Ángel que tiene un año. Misael, de diez, esconde entre los árboles y escucha música popular y de despecho. Yo me demoro porque mi saco queda atrapado entre las espinas. Los escucho, es difícil desenredarme, confundo la sangre de los rasguños con el jugo de las moras. Seguir los pasos de los niños es la única verdad. 

             La bolsa de mora pesa y sigo escogiendo frutos, los más oscuros, agarro y sigo, se convierte en una obsesión, pero Mayra se da cuenta y rompe la manía: el contrato dice que vamos a recoger moras, luego vamos a mirar a los cabritos y después el nido de pájaros, me dice con rectitud. Hay que cumplir el contrato. En la expedición también nos acompaña un pisco gordo y coloreto. Por primera vez puedo tocar su cabeza, es manso y su cuerpo tiene forma de nube, sí, José tiene razón, parece una nube. Al pisco le gusta cuidar a los niños, por eso los persigue a todo lado, me cuenta María, la mamá de Misael y Ángel. Es un pisco que practica marcha a pesar de su gordura y de que al agacharse a comer se le vayan los colores al piso y se le corte la respiración.  

            Llegamos a una casa de piedra y puerta de madera desgastada que tiene estampas religiosas y publicitarias. Mayra se sienta en la banca, cruza las piernas, mete sus manos en los bolsillos, le sonríe a mi cámara y me dice que sus asignaturas favoritas son el español y la biología. Son fáciles, afirma. Vamos a ver a los cabritos, uno nació el 31 de diciembre del año pasado. Es muy pequeño aún, me lo colocan en los brazos, los niños me rodean y me acarician el cabello, le damos besos en la cabeza y pienso en el Canto de la ternura de Piero.

      Ellos, los de los corazones gigantes, me toman de la mano y me llevan a un nido de pájaros recién salidos del cascarón, rosados y con poco plumaje color gris. El nido está alto y los niños más pequeños me piden que los levante con mis brazos. Sofía, de cachetes rojos y gorditos como un tomate, mira a la cría de pájaros con mucha atención, muy parecido a mirarse al espejo en silencio. Ángel, el más pequeño, los señala y trata de simular el pico del recién nacido. Misael sale de los árboles, tiene voz de satín y con ella nos cuenta que conoce orquídeas blancas que huelen a miel. Conoce su escondite, ha recorrido el monte en solitario, Misael tiene una perla en la garganta, habla y revela a la vez, tiene la sensibilidad de los niños silenciosos.

        Me despido de ellos con una cometa y un sol, son mis dos palmas de la mano. Me alejo y el pisco me sigue, alguien tiene que atajarlo. ¿Hasta dónde se había puesto la meta de llegar? Bajo la luna, o con la luna colgada, Marisela saca de su canasta tres arepas, encajan perfecto en el molde del astro, pueden producir un eclipse, levanto una de ellas al cielo dando las gracias.

                        

          No es fácil llegar a la quebrada: o hundes los pies en el barro o te acecha un toro o una cerca eléctrica puede hacerte gritar. Se llega con cautela. Trato de cruzar las piedras musgosas. Recuerdo que de niña era más arriesgada, ahora reconozco un miedo enorme a caerme. Atravieso las piedras como un simio, soy menos fuerte, pienso más en caerme que en cruzar. Dicen que en estas aguas hay culebras venenosas y hoyos traicioneros, pero me sumerjo en el frío del agua y tiemblo, por fin la piel enchinada es sinónimo de fuerza.

          Para el amasijo y la frijolada mi tía Cristina extiende un tejido a cuadros de hace más de cuarenta años. En esa manta colocamos el maíz y los fríjoles para que el sol los seque. Con mi madre escogemos la tarde para desgranar el maíz. El viento corre para pasar la noche en otro lugar. Mamá enciende el programa de Diana Uribe que cuenta el viaje a Egipto. Las montañas, la profundidad de la lejanía y la música del continente africano se mezclan. Estamos rodeadas de pirámides, de arena y jeroglíficos, parece que por cada maíz desgranado desciframos algo y cada tusa en el suelo es un paso gigantesco que dimos. No llueve en el desierto, pero la lluvia del campo nos hace entrar a la casa. La voz de la historiadora llena el espacio, nos concentramos en terminar el costal y el viaje. Afuera se siente que los dioses batallan.

         He descubierto la forma de ser fantasma. Es querer subir la vereda y desviar hacia un bosque por donde pasa un sendero de agua, porque por la carretera están bajando volquetas. Nos escondemos del ruido. A medida que los árboles aumentan de altura y se hacen más delgados, nos adentramos entre los velos de la bruma. Ascendemos entre musgos que reciben con generosidad los pies desnudos. Recojo hojas naranjas, pero pienso en hojas de menta. Mi piel recupera la humedad que se ha llevado la dureza del sol. El camino es muy estrecho y empinado, me agarro de los lazos de los árboles y rasguño la tierra. Mi madre va delante, sube con ligereza. Varias veces subió esa montaña de niña, además, la subió junto a mi padre cuando él vino por primera vez a Úmbita, Boyacá. En esa primera visita mamá tenía cuatro meses de embarazo y mi padre Ismael ya sentía los síntomas, por eso se detuvieron en el centro de los árboles para tomar suero rehidratante, quizás también se colaron los nervios de conocer al abuelo Arsenio y decirle la promesa del casorio.

            Cuando lleguemos a la cima, Arsenio no estará, sin embargo, subimos con coraje, Cacharro nos espera. Mamá me señala las orquídeas, yo le señalo las gotas. La lluvia nos recibe en La Palma, ahora nos rodea la sombra de los árboles. Vamos en búsqueda del queso en la casa de la señora Rosario y entre la bruma vemos a una vaca que acaba de parir, vemos a un ternero recién nacido y dos rocas que se confunden con los Moáis, las esculturas de piedra que hay en la Isla de Pascua, en Chile.

             Nos dejamos tocar por el aguacero y seguimos por la carretera hasta llegar a otra casa donde compraremos más queso para el amasijo. La bruma nos envuelve, somos fantasmas y por eso encontramos el lugar exacto donde descaradamente le dispararon a mi tío Edilberto, además, encontramos su casa, la que construyó a los veinte años. Observamos pasar a un hombre con un caballo, lo saludamos, pero no contesta. Es también un fantasma, le digo a mamá, ella voltea a mirar y no lo ve, nosotras también desaparecemos.


             Tenemos listo el maíz para moler junto a la hoguera. Es la primera noche en Boyacá en que sudo y me asfixia el calor. Moler no es fácil, hay que tener la fuerza de la tía Cristina. La delgadez de mis brazos no sirve, por eso, después del cansancio, me encomiendan cernir el maíz. El polvo cae en una gran olla. Media noche y medio día fueron necesarios para moler, con humo y lágrimas incluidas. Luego el queso, la mantequilla, la sal y la levadura. El horno encendido desde la mañana, el almuerzo en la peña, la llegada de mi padre por la tarde, ir a la tienda, observar cómo un pato consiente a una oveja. De regreso al rancho, ayudo a subir de la mano a la prima de mamá que se llama Etelvina.  Ella vive en una casa de muñecas, colecciona agraz y tiene los mismos aretes que yo. Despido la tarde tomando autorretratos descalza y con ruana, también raspo panela y pongo un trozo de almojábana en mi boca. Veo sonreír a Aurora, Laurentino, Cristina, Etelvina e Ismael alrededor del horno. Brindan con cerveza, suena Jorge Velosa. Siento el correr del viento entre las ramas del gran urapán donde mamá jugaba de niña, no lo pueden tumbar, no está viejo, aún se eleva con fuerza, pienso y de ese modo llega el canto de las luciérnagas.

         


       Por fin crecí como la hierba, mañana me voy como el agua. Logré ser la pasajera de la villa.



                                                      
                                                                                                      

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