Jorge, siempre Jorge

 

El maestro Jorge Velosa con su reciente libro 'El convite de los animales' de la editorial Monigote
El maestro Jorge Velosa con su reciente libro 'El convite de los animales'
de la editorial Monigote.



       Descubrí la elegancia masculina en los libros de Oscar Wilde, en la valentía de subir la montaña a trote y en los ecos que capturé durante un concierto. Mamá y papá señalan el escenario, apuntan al hombre de sombrero y me dicen que ese hombre sabio alimenta el entendimiento del corazón. He crecido pronunciando mi nombre completo para evocarlo a él, a Jorge Velosa. Es el ímpetu en el lenguaje que ronda y la musicalidad de la estirpe.

        En el canto del viaje, en el abrir del álbum familiar, en el calor del plato recién servido, ahí está, siempre Jorge. En la feria del pueblo, en los senderos de ramajes teatrales, en el mural de la escuela, en la radio rural, en el rostro armonioso de quienes lo admiran y se adueñan de sus historias. Desde el confín de los bosques hasta en el mapa de la mano que escribe, en el paso que se hunde en la tierra y en la espalda que enrosca el maizal. Está presente, él es el Juan Torbellino, el que ha estado en el murmullo de todo acto generoso, creativo y sencillo. 

Abran ventanas portones,
orejas y corazones,
que aquí llega Torbellino;
con su permiso señores.

 

      El lenguaje del inicio

       La canción El rey pobre animó a un corazón de niña. Al frente: la hoguera, al lado: el abuelo Arsenio, afuera: la noche y el salto galante de los insectos, adentro: las hazañas del hombre con sombrero. Jorge supo describir a Arsenio, lo escuchó, le puso una corona. Al despertar veo a un Jorge niño que salta por los escondites de las comadrejas, también canta, es el silbido que escuchó este latido.

        —El lenguaje que utilizo es mi modo de expresarme, de reafirmarme y de alabar nuestro ser como es, a más de dejar testimonio y rastro de nuestra indomia pueblerina a punta de enainas y tanainas, de antones y jueques, de vides o vidos, de entualitos o jondiaos, de riautos o saraceos, y, cuando jue menester, de cusviras, ataos, pachas, maíces, taitas, mámas, jaldricas y muchas más, a la hora de jalale a la parlena, — afirma Velosa.

         Las palabras van muy rápido, se deslizan y se quiebran, son las rocas que conforman el camino hasta llegar al rancho, son el rancho y sus paredes. Registro los diálogos de mi familia, soy parte de ellos y de ese campo que tantas veces me ha medido el silencio para aprender a escuchar. Ahí es cuando descubro que puedo ser la reina pobre: por corona tengo la cara del sol y por capa una ruana sin cardar, tengo un ranchito de embarrar y mi reino todo lo que alcanzo a ver, tengo murallas de cimiento y nogal, tengo un escudo que son las alas de mi corazón.

         Sin embargo, es verdad lo que José Alfredo Jiménez compuso y cantó: Las distancias apartan las ciudades, las ciudades destruyen las costumbres. Entre edificios desaparece el abrigo, la hoguera, los animales, el abuelo, las historias, el sentido. No obstante, hay un secreto: las fotografías familiares y las canciones de Jorge y Los carrangueros de Ráquira; sus palabras permiten concentrarme en la mano del papá, esa mano que cuida los primeros pasos del hijo en una tarde dorada.

       

         Latir para escribir

        La carranga no solo invadió los radios en mis refugios por las montañas de Boyacá; su ritmo y sus historias también son latentes en la chispa de los días en la ciudad. Por lo tanto, las composiciones de Jorge Velosa son cartas de empatía, de ternura y nobleza que se fueron acumulando para convertirse en una caja musical entre mis manos, son música para leer. Eso es El convite de los animales, un libro que narra la complicidad de Juan Torbellino con los animales, esas complicidades que dejan el corazón gigante. El maestro nos cuenta un poco más de esa relación inminente con los animales:

        —Todos los ciento cinco animalitos del convite, a excepción de tres pasajeros, son de mi región, y el conocerlos de memoria me permitió expresar nuestras vivencias a través de ellos y sus fisonomías, andares y caracteres: que el tamaño, que el color, que su modo de vida, que sus movimientos y actividades, hasta el temperamento de algunos.

      La naturaleza que Velosa evoca me devuelve un caminar que no se detiene ni se adelanta: me regresa al lugar que soñábamos en la infancia. Jorge regresa todo el tiempo a ese lugar y trato de seguirlo para volver a construir el terrario, el ábaco, el sistema solar y la máscara de yeso. En la peña abro el libro, en la cúspide del edificio, entre calles y senderos, con ruana o con abrigo, con carranga, salsa o rock, en el silencio de la sabiduría de los animales.

 

Este libro es como el viento,
que hay que dejarlo correr
para que lleve sus alas
a donde sea menester.

 

         Pensemos en las alas, ¿hasta donde puede llevarnos la lectura  de El convite de los animales? Al encuentro con la lista que contiene lo esencial para vivir. Él señala que detrás de la espalda nos están saliendo alas.

         —Las alas son las de la vida, de la vida tierra, del agua y de la planta; de la vida animal, de la palabra, la naturaleza y el alma; de la vida paz, esperanza y añoranza; del pan, el pensamiento, la justicia y la libertad; del universo y la verdad, de la creatividad. Sí, de todo eso que es la vida, o debería ser. Doblo la lista para guardarla en el bolsillo.

          En cualquier medialuna cotidiana, El convite de los animales es abrir un frasco de miel y olerlo. Le pregunto a Jorge un poco más sobre un mundo imaginado con sueños poderosos, personas sabias y escritores clásicos que formaron la escritura del libro, me responde que influyeron los sabeadores populares, las distintas formas de la oralitura, y también, los clásicos que en las diferentes épocas han trabajado el verso y la rima. 

         —Con todos ellos he aprendido el oficio, lo cual se refleja en la parte estructural y formal de los parlamentos de El convite, y en la armonía de todo el relato—, me cuenta Velosa y el murmullo de los animales que lo acompañan.

           Cuando pasan meses sin saber nada de Jorge lo imagino en una segunda expedición botánica, con la maleta repleta de diarios de campo, muestras de frutas y hojas, y fotografías de animales. Lejos, muy lejos, entre ceibas y noches en la escritura de las cartas. En la mochila también debe incluir libros, por eso le pregunto cuáles son, antes de que se marche a una nueva travesía.

         —Hay varios, dependiendo la época, los quehaceres en que ande y el estado anímico del momento; pero en general lo que tengan que ver con mi oficio. El Quijote, las obras de Miguel Hernández, algunas obras del maestro Manuel Machado, y otros autores tanto colombianos y extranjeras.

          Jorge se despide en una canoa llena historias. Extiendo mi brazo para despedirlo, acaricio las nubes y las montañas, lo veo alejarse y me quedo con mi libro, la música y las aventuras, regreso despacio al rancho añorando descubrir más sobre el tío Jorge en el próximo arribo, más sobre el invencible Jorge Velosa.

 

Estefania Almonacid Velosa

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