"Me quedé algo atontada"



          Me quedé algo atontada ante el vozarrón que llenó de pronto la sala de redacción y que, caso extraordinario, era bastante más poderoso que mi voz en su más alto tono: "Y es que siempre, doña Emilia, ¡el panadero es el que la paga!".

      Creí que se trataba, en persona, vivito y coleando, del atentado personal, y levanté los ojos con mis instintos de conservación y de defensa a la orden. Pero no. Ante mí, cordiales, con esa risa expansiva, vital y deliciosa tan peculiar en los hombres gordos, estaba la plana mayor del sindicato de panaderos de la capital. 

       La verdad es que estaban de pésimo humor, según lo declararon: de pésimo humor pero risueños, optimistas y alegres, sin poderlo evitar. Porque lo que la ciudad ignora es que el gremio de sus panaderos es el único en el país cuya contextura física y reacción moral corresponden a su oficio.

        Esto nunca pasa aquí; los estudiantes son trascendentales, profundos, de gesto amargado, como si fuesen viejos filósofos, hijos de Shopenhauer. Los sacerdotes tienen tipo de viejos hidalgos secos y magros, como sacados de un cuadro de El Greco, o campechanos e ingenuos, como venidos de una página de Pereda. Parecen médicos los abogados y los médicos parecen  —y sonpolíticos. En cuanto a los políticos, no parecen nada, aunque ellos están convencidos, por supuesto, de que son en persona y en esencia los dioses del Olimpo. 

       Pero el encanto de los panaderos está en que parecen lo que son: inmensos. El menos de todos —uno chirriquitico— tiene algo así como unos seis pies de alto y extiende unas grandes manos cordiales, sanas, fuertes, entre las cuales se pierde cualquier mano que procure estrecharlas. Y hablan con sinceridad, son limpios, bien afeitados, agradables, acaso porque se adivinan tras sus figuras ese ambiente sensual y amable que solo da el pan fresco.  

      Han venido a explicar su problema: ellos no son bizcocheros, no preparan esas torrecillas de crema y azúcares que se venden a cinco centavos para tentar a los escolares. Ellos son únicamente panaderos, aman su oficio y detestan en absoluto que el pan haya subido de precio, pero... no lo pueden evitar. 

       Me indigné:  

        —No, amigos, no. El pan no puede subir, por principio; si ustedes lo desean así, hasta por agüero. Cuando el pan sube, como cuando llegan los cuervos, hay algo grave y duro que indica el mortecino. Lamento atacarlos, pero si hay una idea que me crispe es la de que está subiendo el pan. Así comenzó la revolución francesa: en el año catorce el pan disminuyó de peso y aumentó de precio en Europa, y vino la guerra europea. Subió en España de nuevo ahora, hace apena tres años, y contra Chamberlain, contra el deseo ardiente del mundo que quería paz, vino la guerra mundial. 

           No. No me gusta oír que el pan sube el precio. Es algo así como el preludio de algo tremendo que, agazapado, espera para golpear. Colombia es un pueblo feliz, bien regido, con un porvenir claro ante sí, y en Colombia no puede subir el pan...

         Me explicaron, y hube de entender: no pueden evitarlo los panaderos. Les es imposible, porque el trigo escasea y la harina, en el curso de veinte días apenas —¡veinte días!—, ha subido siete pesos. De veintiocho a treinta y cinco. Ellos que se levantan, cuando la ciudad se acuesta, a prender sus hornos y llenar la mañana que empieza con el olor sano, lleno de vida, del pan recién cocido, ganan poco en su oficio. Si les suben la harina a las cumbres se ven obligados a subir el pan. Afirman que no es cierto que se adultere y que en sus manos no está el remedio.

        ¿En dónde está, entonces, el problema? Los molineros en grade, que que son uno o dos, han subido los precios. ¿Por qué? Sería bueno que el gobierno investigase, aunque los mismos paraderos afirman que falta trigo, trigo y maíz, y que la manteca también ha subido mucho.  

       Y aquí  de nuestro ministro de la economía: ha afirmado enfáticamente que hay trigo suficiente; no debe haberlo, si existe una marcada acaparación del grano. Solo que investigar esto sería largo y difícil. ¿Entonces? Hay que preguntarse por qué no se pide trigo en grandes cantidades a la República Argentina. Sus barcos están cruzando los mares y allí el grano precioso —el que va a formar el pan nuestro de cada día— abunda. Si el gobierno trajese enormes cargamentos de trigo a precios justos, que no perjudicaran a los cultivadores, pero tampoco diesen margen a la especulación, este problema inicial de la vida cara estaría salvado. ¿Habría protestas? Probable, porque aquí se protesta siempre. Pero el pan no debe subir: bajo ningún pretexto y de ninguna manera. 

      No son las pasiones políticas, no es la tensión nerviosa, ni la inconformidad de unos lo que de pronto rompe la estabilidad de un país; es —aunque parezca increíble— el precio del pan. Casi podría decirse que este índice comercial es el que marca a felicidad de un país, la mayor o menor eficiencia de un gobierno, el espíritu que predomina en sus ciudadanos.  Nación que tiene buen pan de trigo en abundancia es, o por lo menos debe ser, una nación cuerda —a pesar de sus locos — y alegre, risueña, noble —a pesar de sus cuerdos —.

          Ojalá el gobierno se dé cuenta de eso y ayude a los panaderos, que ellos, como bien lo dicen, son, dentro de esta base de la sociedad, quienes mayor voluntad tienen de ayudar a que el pan sea bueno y barato.  


Emilia Pardo Umaña 

El Espectador, 11 de abril de 1942 


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