Emilia por Bogotá- Capítulo I

 



      Fue Ismael Almonacid González el que me enseñó a caminar la ciudad. Papá no me llevó por Bogotá en carro, tampoco pasamos los días en centros comerciales ni en parques de diversiones. Él tomó mi mano para caminar por las calles y saludar al fotógrafo Manuel H., cuando se asomó desde un balcón.

Pasar por el Museo Nacional, ir por la Séptima, los sándwiches en Casa Lis, la calle 17, las estatuas humanas, la Casa del Florero, el vuelo de palomas y las puertas siempre cerradas de la Catedral Primada.


En el silencio y en la algarabía, en busetas decoradas con peluche y en las escaleras del Museo de Arte Contemporáneo. Allí estuvimos, en el asombro frente a los artistas del Festival de Teatro, en la escalinata más alejada de La Media Torta, convirtiéndome en una niña dorada dentro del Teatro Colón y bajo las luces de estreno del Jorge Eliécer.

De este modo aprendí a observar, aunque tal vez eso suene muy pretencioso; mejor digamos aprendí a merodear. Sí, como un gato, con los ojos abiertos y los labios cerrados para escuchar sólo a papá, asentir y seguir lo que señala con el dedo.

No todos los paseos fueron bellos. Pasamos por calles dignas del programa Siguiendo el rastro. Desistimos de la guía turística y de quedarnos en la gloria del museo. Pisamos charcos. Papá me mostró la cara del Cartucho, vi personas pálidas del hambre, gamines jugando en la fuente de La Rebeca, personas delirando al sol, recostadas sobre montones de basura y oí gritos tras el raponazo del ladrón. Así fui quitando miedos, formando la curiosidad.

Comprender lo que dice el escritor cubano Abilio Estévez en el Inventario secreto de La Habana:


«Hubiera sido muy útil un libro sobre los rincones ocultos, los baños públicos y las ruinas siniestras, que indicara dónde has de ir para saber que se vive y se muere de otro modo, y aprender cómo tiene lugar esa tragedia sin visos de tragedia, a veces con tono de comedia de costumbres.»

Papá Ismael y yo.
Bogotá, 1994.
Foto Japón

Eso logró mi padre, quitarme la indiferencia en cada paso dado en Bogotá.

Y ahora, veinte años después, he cambiado la mano que agarro. Es la mano de una mujer. Regreso una y otra vez a los lugares de la historia, de la transformación, de la expresión, de la espera. 
Es la espera.

La conocí sentada en las escaleras de la Biblioteca Nacional con la antología Notas ligeras colombianas de Maryluz Vallejo y Daniel Samper Pizano en mis manos.

Tantas epifanías que suceden en esta ciudad y me quedé en la página de esa antología para señalar un sólo nombre, al igual que mi padre señala los recuerdos por la ciudad que lo vio crecer: Bogotá.


No fue difícil imaginarme esa época. Años 40. La casa de mis abuelos paternos era un enjambre de escenografías antiguas. El cuarto oscuro del abuelo Manuel inventó la forma de pasar los días entre fotografías a blanco y negro. Al lado estaba el altar de la abuela Hilda con la estampa elegante de José Gregorio Hernández, muy parecida a la del poeta Fernando Pessoa, imponente y bellísima frente a la pequeña imprenta de mi padre, la tinta, el papel, el golpe continuo de la tarjetera. Y, mientras los adultos conversaban en el segundo piso, yo caminaba hacia la vitrina donde estaban guardados los collares y los aretes perlados que el abuelo había elaborado.


Allí me los probaba, tomaba el labial de mi madre Luz Aurora, me recogía el cabello con una hebilla nacarada y me imaginaba luciendo la camisa organdí de Hilda. Ya estaba. Al conseguir por fin parecerme a las mujeres del álbum familiar invocaba, sin saberlo, a un solo rostro, el rostro de la mujer que más admiraría en mi vida: el rostro de Emilia Pardo Umaña.


Emilia Pardo Umaña a sus 16 años. 
Bogotá, 1933.
Archivo Rosario del Castillo Pardo.

Transitar las calles tiene más sentido cuando hay alguien que te lo cuenta, cuando entras a los lugares y sabes que algo definitivo, como un estruendo, ocurrió justo donde estás parada, cuando te sientas en espacios que se aferran a sus costumbres. Eso me pasó cuando visité el antiguo café San Moritz, al adentrarme al parque de La Independencia, a la casa de Jorge Eliecer Gaitán y el pasaje Hernández, en el reflejo de las vitrinas con maniquíes de trajes blanco y negro, en el sorbo de café del hombre que atiende.


En esos momentos entreveo la solapa que me permite conocer una vida pasada. Dispongo la ciudad, el mapa, las voces, los periódicos y los libros; pero, sobre todo, dispongo el corazón, el guía del asombro, la curva del tranvía.


Después de todo fui formando una inmensa nostalgia por la época de Emilia Pardo Umaña. Nació en Bogotá el 9 de diciembre de 1907 e hizo parte de la apasionante vida periodística de los años 30, 40 y 50.


¿Cómo regresar a esas esquinas para verla con su traje formal y su libreta en la mano? ¿Cómo imaginarla cuando la Bogotá antigua se pierde entre las sombras de los edificios modernos?¿Cómo rescatarla? Porque de no haber sido por la curiosidad y las bibliotecas, jamás la habría encontrado en Bogotá.


Por eso me propuse buscar el mecanismo para regresar, obtener retazos y convertirme en periodista del pasado, disponerlo todo y contarle a Emilia cómo es la Bogotá que habito desde hace treinta años.


Lo que surja de este diálogo será sólo un asomo, una chispa, para que otras generaciones busquen nuevos rumbos para encontrarla, más razones para leerla, mayor atracción para conocer la ciudad.


Comienzo el viaje, despacio, en silencio, agarrando el bus y trazando correspondencias, con algunas columnas de la periodista en fotocopias, con la antología periodística de Emilia Pardo: Crónicas de una mujer de 1,49 de Lina Flórez y Pablo Pérez, y con la primera antología periodística de Emilia: La letra con sangre entra de Rosario del Castillo, realizada en 1984.


Cargo en mi maleta álbumes de fotografías, algunos apuntes de mi tesis de maestría en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia: Emilia Pardo Umaña y el sexto sentido del periodismo en Colombia, los binoculares del abuelo, la cámara fotográfica, la merienda y algunas monedas para tomar un café en La Belalcázar o en el café La peña.


Estoy lista, paso a paso. 


Ya siento el taconeo, el enojo y el ímpetu. No me cuesta buscarla; es el deseo de conocer la vida que me gustaría tener. Observo sus fotografías y leo sus crónicas frente a la máquina de escribir que me regaló papá en los cumpleaños pasados.


En el roce de teclas la percibo con la energía de buscar historias con la serenidad del caminante o en el cansancio y la conmoción de los días difíciles. Me pregunto qué hacía cuando no trabajaba, cuando estaba sola. Quizás conocía su propia fuerza, pero no se imaginaba todo lo que alguna vez sería.


 





                          Un recorrido con Emilia Pardo Umaña por Bogotá

 Estefania Almonacid Velosa
Idartes, Bogotá (2022)

 

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