Taxonomía del dolor

Mario Alexandre Arenas Garzón en un abarco.
Dibujo de María Fernanda Patiño.


      Después de que la actriz me dejara con el temblor y la escena terminara, me acerqué y le agradecí por hacerme comprender el dolor de los demás.
No contestó. Un árbol se me vino encima o quizás la maleza me retiró en un remolino. No había nada qué decir. Quedé encerrada en cuatro pardes que me indicaron la razón de este invernadero. Es la misma actriz que me responde escribiendo en las paredes:

Golosa

¡Uno!
Yo, yo, yo… puedo dibujar figuras con las nubes.

¡Dos! Los señores bien vestidos.
¡Ring! ¡ring!
¡Tres ahí están otra vez!

Ya vengo, me llaman, vuelvo en cuatro, cinco, seis.
Un momento. Me perdí.

¡Esperen!, ¡esperen!
Un, dos, tres.
No conté los estallidos.
No, así no juego.

Quiero llegar al cielo, pero…
No se puede saltar, con las botas al revés.

      Salgo de la habitación, respiro y vuelvo a entrar para dejarme apedrear por el tiro confuso que no cae en el infierno, que no cae en el cielo; cae en el propio corazón. Los árboles crecen en frondosidades entre mis pasos jóvenes y temblorosos. No busco más señales de Lorena Cubillos, la actriz y poeta que viste de abrigo, vestido recto y botines. Lorena tiene un nido como peinado y una luciérnaga en medio de su universo consternado. Es tan pálida que se parece a mí en la agonía de los témpanos. El sol cayó fuerte en las venas y aparece el sendero que desprende mi cotidianidad con la estadía. Por fin puedo irme muy lejos. Por fin el sol me da en la cara sin cerrarme los ojos. No me aparto, me miro en un recorte de periódico y puedo afirmar que fallecí. Soy tan nítida pero ahí, justo cuando estoy controlando la respiración, me piden bajar de los árboles y salir de la habitación. No tengo más valentía para sostenerme, salgo con la certeza de estar a salvo.

      Me recibe la iluminación en las pupilas de Natalia Gutiérrez, la mujer que se encargó de construir el bosque de Los varones del sol, exposición de palabra, arte y movimiento, realizada en la Galería Sextante en Bogotá en el mes de mayo, junio y julio. Hay salvación en los ojos de Natalia. Ella me cuenta que los miembros del ejército recibieron soles de metal, relucientes en su uniforme, como reconocimiento a logros de muertes de guerrilleros en combate, pero en realidad fueron asesinatos de jóvenes inocentes que vivían en el municipio de Soacha. Además, me cuenta que Soacha es una palabra de origen chibcha que significa Sua (Sol) y Cha (Varón). Varones asesinados-Soles de metal en el uniforme. ¡Estas absurdas coincidencias! ¡Qué insostenible es todo!, le digo. Ella desaparece, yo también. Vuelvo a entrar.


Fotografía de Nicole Baquero / Arte Consciente


      El cuarto está en silencio, no creo que exista un bosque tan callado. Estoy sola, pero no tengo miedo. De las paredes cuelgan cuadros con dibujos. La luz ronronea ante la mirada, fija el eclipse exacto de mi rostro y mi pecho. Son los rostros que dibujó la artista plástica María Fernanda Patiño. Están hechos con trazos fuertes que se desvanecen, son las siluetas de un álbum familiar elaboradas con la grandeza de una expedición botánica. Me rodean retratos de hombres. ¿Quiénes son ellos? Nadie responde. ¿Quiénes son? Una mujer sentada de espaldas llora. Se niega a mostrarme el rostro, su cuerpo está desnudo. Estoy en un vientre, estoy a salvo.

      Son los rostros de dieciséis jóvenes del municipio de Soacha que fueron asesinados en el año 2008 y 2009 por el ejército y luego presentados como guerrilleros dados de baja en combate. Son los rostros de dieciséis jóvenes inocentes entrelazados con dieciséis árboles nativos en riesgo de extinción. Estos árboles provienen de Ocaña, Norte de Santander, lugar donde fueron encontrados los cuerpos de los jóvenes de Soacha.

    ¡Quiero salir de aquí! Me escondo entre los ramajes. Abro el libro El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince. Recuerdo el relato de mi madre cuando era niña y temblaba de miedo en el nocturno de las montañas. Me apropio de esa sensación. Leo: «Hay una cadena familiar que no se ha roto. Los asesinos no han podido exterminarnos y no lo lograrán porque aquí hay un vínculo de fuerza y de alegría, y de amor a la tierra y a la vida que los asesinos no pudieron vencer.»

       Me calmo y veo en la oscuridad conexiones de luz y sangre, la sangre del nacimiento que nutre la fortaleza de los árboles. Decido correr para no vivir en la oscuridad…

Sobre la mesa
las manzanas se pudren.
A su lado
flores arrancadas una a una del jardín de la memoria
siguen creciendo,
a pesar de todo…

Buscan la luz.


       Es de nuevo la voz de Lorena que me indica el nacimiento de Jaime Estiven Valencia Sanabria, alguien que no está enterrado, se ha convertido en la raíz de un pomposo algodoncillo. Jaime tenía dieciséis años y fue asesinado en el 2008. Asisto a su renacimiento que no deja de ser doloroso. María Ubilerma, la madre, no deja de llorar, el nacimiento es tan imponente que la naturaleza lo transforma en el mismo sol que le seca las lágrimas. La puerta se abre y la luz me niega la continuación del dolor. Salgo.

Jaime Estiven Valencia Sanabria en un algodoncillo. 
Dibujo de María Fernanda Patiño. 

        Conozco a María Fernanda Patiño, la autora de los retratos. Es una mujer serena y de mirada nítida. Le hablo de las almas de los árboles en sus dibujos. Me cuenta el momento en que leyó una noticia sobre los desaparecidos de Soacha. La impresión de las cifras sin rostro, sin nombres ni historias la hizo buscar. Lo más sencillo es esquivar la noticia, pasar saliva y cerrar el periódico, olvidarse para no caer en el martirio de la realidad. ¿Qué pensabas mientras dibujabas los rostros?, le pregunto. Buscaba las historias de esas vidas. Los vértices de los árboles son las venas de los varones que conectan con la madre. Por fin tenemos rostro. Por fin entiendo el trayecto, las direcciones, los sueños, la valentía, la búsqueda, el aliento, el miedo, la caída. Hay más dolor en estos pies que poco a poco se van marchitando. Debo abrazarme para volver a entrar.

       Las raíces de los árboles salen por debajo de la puerta de la habitación y me anudan con fuerza para transformar el horror en alumbramiento. ¿Cuántos años faltarán para la sanación? Bastantes. Si tuviera descendencia me gustaría que leyeran esto para que puedan imaginar su rostro en el rostro de los demás. Vuelvo a con la imagen inmersa de sentirme en un vientre, recordando cómo fue. Regreso al bosque, a la habitación, al invernadero. Encuentro a un hombre de espalda en lo alto de un árbol. Desnudo. Encuentro belleza en su figura distante. Lorena, la actriz, vuelve a darme señales. Su voz es un trueno en mi aguacero. Descalza, una bata blanca le cubre el cuerpo esbelto. Hay una luz en su vientre. Ella busca, escudriña la manigua, retiene el recuerdo, me pregunta… ¿Cuánto pesa un grito? Uno de dolor. ¿Cuántas lágrimas caben en tres renglones? No tengo más que estos ojos atentos. Entonces ella responde: «Caso tres, folio dos, caídos, víctimas, testimonio, informe, bajas, uniforme, 2008, miembros, orden. ¿Memoria? Silencio.»

        Ya no estoy sola, Elkin Gustavo Verano Hernández me acompaña. Está presente en un guanábano de monte. Estoy con Diego Armando Marín Giraldo, que se entrelaza en el exuberante vestido del roble. Miro a Daniel Andrés Pesca Olaya, que habita en un palo cucharo, de hojas amplias y tronco delgado. No estoy sola, estoy con Jader Andrés Palacio Bustamante, que se convirtió en un pino colombiano. Aquí está Mario Alexander Arenas Garzón que hace parte del tronco interminable de un abarco. Me observa Jaime Estiven Valencia Sanabria, el que está en el vientre del algodoncillo. Me encuentro extendida bajo un armonioso nogal como lo está Fair Leonardo Porras Bernal. Se ha convertido en un ser sagrado como el árbol para los muiscas. Veo a los hermanos Gómez Romero: Víctor Fernando y John Nilson, que están en una gran ceiba, árbol que alguna vez, en la cosmogonía del pueblo Tikuna se convirtió en el río Amazonas cuando fue derribado, luego se convirtió en piragua. Ellos navegan. Aquí está Daniel Alexander Martínez Peláez en las ondulaciones de un cedro.

Julio César Mesa Vargas en un curubo de Pamplona. 
Dibujo de María Fernanda Patiño.

       Aquí está, aferrado a la tierra para seguir creciendo, Julio César Mesa Vargas, crece a pesar del peligro como lo hace el curubo de Pamplona que tiene fruto y flor todo el año, además, posee un suave vello que lo protege de los cambios de temperatura. Estoy con José Castro Vásquez que, al estar en un palosanto, alejó ese maldito día en que lo drogaron y lo subieron a un camión rumbo a su asesinato perpetrado por el Batallón de Infantería No. 15 en 2008. El árbol alejó todo eso para lograr por fin una comunicación que alivie el pasado. Me encuentro con Óscar Alexander Morales Tejada, de veintiséis años fue asesinado por el Batallón de Artillería No. 2 y ahora descansa junto a un caracolí, árbol que soñó su madre, Doris Tejada, antes de la ejecución de su hijo. A Óscar lo rodean orquídeas Cattleya Trianae, flor nacional que está en vía de extinción.


También estoy con Jonathan Orlando Soto Bermúdez, custodio de una salvia pamplonita, planta que está en grave peligro, su hábitat no ocupa más de 50 kilómetros cuadrados. Me acompaña Jaime Castillo Peña que cuida un comino, especie que posee una grandiosa calidad en su madera y por eso su explotación indiscriminada ha hecho que esté en peligro de desaparecer. Aquí me observa Julián Oviedo Monroy, parece que aún llama a su madre, el eco me llega a través de las hojas de pavo real del frailejón de Chitagá que está en peligro por actividades agropecuarias y mineras en su hábitat. Abrazo a Diego Alberto Tamayo Garcerá, que hace parte de la tupida belleza del nazareno. Están todos conmigo. He logrado ver cómo le enseñan a volar a un ave. He visto su miedo y su adrenalina. Junto mis manos, hago una venia. Sólo puedo sentir una enorme nobleza ante la naturaleza que es capaz de renovarlo todo. Dieciséis madres han tenido tantas agallas, ellas son naturalezas santas.

       Abandono este bosque, tranquila. Ofreciendo el corazón. Vuelvo a la luz artificial. Me encuentro con Juan Alberto Galvis, museógrafo encargado de hacer posible mi viaje a Soacha, a Ocaña y a las copas de los árboles. Los ojos de Juan Alberto me invitan a caminar por el mundo. Su postura y su voz son impecables. Me dice que los humanos estamos perdiendo la sensibilidad. Lo he visto varias veces, es un horror. A veces solo somos máquinas. Por eso hacemos arte, para recuperar la sensibilidad de la gente. Miro a María Fernanda, la creadora de este bosque que sana los duelos, le agradezco. Has hecho una taxonomía del dolor y del renacer, le digo. Me despido. Juan me invita a contemplar árboles en varias partes del mundo para aprender a vivir. Salgo de la galería Sextante con el corazón fortalecido. Me recibe la noche bogotana con su común escenografía, trato de ser parte de ella, pero es absurdo disimular porque las ramas se me salen por todas partes. Suspiro. Por fin.


Estefania Almonacid Velosa
Julio, 2022. Bogotá.

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