Gonzalo Ariza, el pintor flotante de la selva

         
Aserríos del Chocó. Gonzalo Ariza. (1956). Tomada de:https://www.banrepcultural.org/coleccion-de-arte/obra/aserrios-del-choco-ap0952


       Nunca he viajado a la selva, lo más cercano ha sido caminar por el sendero boscoso de Acandí (Chocó) y leer la novela El viejo que leía novelas de amor escrita por Luis Sepúlveda. Sin embargo, la tuve frente a mí una tarde de viernes; la selva se manifestó en un rincón del museo del Banco de la República. Aserríos del chocó, así se titula la inmensa pintura de Gonzalo Ariza (1912-1995), creada en 1956. La observé por mucho tiempo y mis piernas agarraron el rumbo por cada nube, me disfracé de azulejo para sobrevolar la copa de los árboles. La luz tropical me embargó el pecho a pesar de tener un diminuto corazón de azulejo. En la pintura también es la tarde y el río que atraviesa la vegetación dividió mi cuerpo. No sabía si quedarme en la intimidad del cielo, en alguna nubosidad que se aprendiera mi nombre, en el horizonte que me invitó a desprenderme de todo o aterrizar en algún árbol o caserío.

         Esa fue la primera vez que logré volar. Nunca he dejado de pensar en el cuadro de Ariza, ese día memoricé muy bien el nombre del pintor y salí del museo con un hallazgo en la mirada. En continuas tardes de viernes tuve citas con Aserríos del Chocó para conocerla más, pero no volví a ver la pintura porque renovaron la exposición del museo. Mi gran vuelo ahora está guardado en una caja de madera en algún subterráneo del Banco de la República. No importó. La pintura y esa selva ya las tenía grabadas en el alma.

        Cada vez que voy a un bosque me gusta descubrir los árboles de las pinturas de Ariza, es decir, que esas pinturas son el registro para dar el salto inminente al destino que indica la brújula. He soñado con las fotografías de Leo Matiz y he caminado entre montañas con los sueños de Gonzalo Ariza a cuestas, en cada viaje una estampilla artística en el bolsillo de mi pantalón o en el bolsillo de la camisa para que esté más cerca del latido. Algunas veces he tenido suerte, la belleza de su mirada la he encontrado cuando estoy sola y en silencio en medio de la naturaleza y miro hacia atrás, también, en el rostro de mi familia campesina y en las huellas de los indígenas que he visto pasar en Bogotá, Capurganá y San Agustín. Son las mismas personas que aparecen en los cuadros del pintor bogotano, aunque mis hallazgos se quedan cortos.

        En medio de la selva de cemento es difícil percibir los espíritus de la naturaleza, estoy muy lejos de los platanales y de los ojos del gato montés. No hay más profundidad que mirarse con fijeza la piel, en la mía encuentro la belleza y el peligro a lo desconocido, las dos a la vez, como pasar la noche en el Amazonas o en el Tapón del Darién, la fascinación al zarpazo que puede invocar a la muerte. No obstante, no siento miedo en la selva de Ariza, es una meditación ecológica; están los verdaderos custodios, no el repugnante camuflado ni la amenaza contaminante y deforestadora.  Aserríos del Chocó es el nacimiento de todo esplendor y la pintura Un grillo en la luna es el preludio de un sueño que en algún momento agonizará, pero sigue siendo un sueño. Es que  antes de pintor, Gonzalo Ariza fue un caminante, un verdadero caminante que se apartó de la ciudad para llegar a lo recóndito de la naturaleza.

        Escucho Kimberley Trumpet de Miles Davis y Michel Legran, me acuesto en la alfombra de la sala, escucho sus pasos y pinceladas, que son lo mismo, estoy en la copa de un edificio, me convierto de nuevo en azulejo, observo a una niña durmiendo en el pasto, el abuelo Arsenio la despierta y la lleva al árbol de durazno, baja el durazno más grande y el más rojo, esa niña mira el fruto con fascinación entre sus manitos y es ahí cuando el corazón de Gonzalo Ariza se vuelve eterno.



Por Estefania Almonacid Velosa 



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