Maruja Vieira, manto de flores

 

Fotografía tomada de: idartes.gov.co


       No la he conocido nunca y estoy junto a su nombre. La primera vez que escuché su voz fue por el teléfono para preguntarle su paso por los cafés bogotanos y por Emilia Pardo Umaña, la misteriosa periodista de 1.49 de estatura. Luego leí algunos de sus poemas y los ojos se me llenaron de tardes enteras sosteniendo inciensos. Esa vez debí hablarle más fuerte y alargar la conversación, por ejemplo, permitirme una pregunta más, podría ser, en qué lugares escribió sus poemarios o si aún duelen las palabras y los sueños destruidos.

       Maruja Vieira tiene 97 años y no escucha muy bien, también le cuesta respirar. Sin embargo, la poeta nacida en Manizales conserva el tono altivo de su voz y la elegancia en el gesto. La última evidencia que tengo fue el recital virtual de hace algunos días promovido por la Casa de Poesía Silva. Con la ayuda de su hija, la escritora Ana Mercedes Vivas, la poesía de Maruja llegó a muchos hogares a través de la pantalla. Esa noche lloré, enternecí e imaginé en la cena mientras la observaba.

         Pero tengo que volver atrás, al momento del retrato fotográfico con blusa organdí, aretes perlados, peinado templado y labios con alguna tonalidad carmín. La Maruja Vieira de Campanario de lluvia (1947), la poeta de máquina de escribir, la que logró publicar sus primeros poemas en el suplemento literario del periódico El Tiempo, la de charlas largas en los cafés del centro de Bogotá; la Maruja que se encontró con la escritora Elisa Mojica en la editorial Iquima, imprimiendo cada una sus libros. Esa época que tiene un color de fotografía que quiero merodear.

      

     Primera fotografía

      Maruja coloca su tacón en una baldosa del café El Automático, sonríe y mira al poeta León de Greiff. “Él fue el que me invitó a las tertulias, la primera en ir fue Emilia Pardo y yo fui la segunda mujer que empezó a asistir”, afirma Vieira. Gente conversando, fumando y bebiendo en medio de un tufillo de perfume de hombre y sudor. Los periódicos sobre la mesa, libros, carcajadas, choque de manos… “Caen letras impresas del cielo raso, /suben por las paredes, /saltan, ruedan”. Me cuenta la escritora que la gente del café era muy encantadora, que se conversaba de temas del día y de sueños para el futuro y que esos momentos de las tardes los extraña mucho. Además, siempre era la tarde porque en la noche no era tan fácil llegar a casa, y más si se trataba de una mujer. Elijo para esta fotografía una escala de grises con muy baja atenuación, la mirada de la escritora nítida, lo demás se configura en sombras.


        Segunda fotografía  

        Maruja Vieira y Emilia Pardo sentadas en la misma mesa. La periodista baja la mirada y la poeta le dice algo al oído. Las dos vestidas de sastre, cabello lacado y rostro tímidamente maquillado. “Le comentaba a Emilia cada columna que ella escribía en el periódico, ella era una mujer inteligente, encantadora, me hace mucha falta”, dice Maruja como queriendo retener esa nitidez. En una de esas tertulias en el café El Automático, ubicado en la avenida Jiménez N° 5-28, fue donde la vio por última vez, antes de que Maruja Vieira volara a Venezuela.

      Elijo la tonalidad con blancos y negros muy definidos, la nitidez en su máxima expresión. Ellas no tenían miedo, no pensaban en que esas reuniones no iban a volver, cómo imaginar cada rumbo y la imposibilidad de otro encuentro. “Yo te siento caer sobre el sueño de agosto,/ lluvia de otra ciudad y este mismo recuerdo”.  En el recuerdo nadie está solo, alguien espera.

 

        Tercera fotografía

         Maruja pisando la acera a la salida del café Asturias, conservador, o El automático, liberal. No sé, en cualquier café, pero pisando algún asfalto con unos tacones blancos, abrigo largo y gesto cabizbajo. Hay charcos, sombrillas, sombreros arruinados por el agua… “La armonía brumosa de las calles,/el parque con su yerba de domingo,/la puerta musical de Santa Eulalia. /La mano conocida, la palabra prevista, /la quietud del encuentro /con lluvia en los cristales./ Simple, sencillo, tierno, /todo lo que era mío se me quedó tan lejos!”.

         Elijo un sepia muy tenue, que a lo lejos se vea la catedral, Maruja en primer plano, entre personas de abrigo y ruana, los pasos, tantos, como un vendaval sin rumbo y que suene el bolero de Celio González. En ese instante también salen del café, de tras de Maruja, Emilia Pardo, Gloria Fonseca, Emilia Ayarza y Dora Castellanos. Mujeres de pulso firme y paso lejano. Hay que inventarse esa última fotografía, elegir un color, el indicado sería un fluorescente, por la trasgresión y el poder, porque como lo afirmó Rosario Castellanos: “cuando una mujer escribe, escribe para todas las que han callado -mil años, y callan todavía- y callarán”.

          Dejo a un lado las fotografías y me concentro en la pantalla. La voz de Maruja no desmiente el pasado, me llena de flores la habitación. Lee los poemas ‘Niña de las canciones’, ‘Memoria del padre’, ‘Las cartas’, ‘Todo lo que era mío’, entre otros. Las fotografías toman más fuerza, no hay lluvia, hay un mar verde. Porque “me dolían palabras y sueños destruidos, /ausencia, cosas que se iban”, pero la poesía de Vieira me hace mantener el corazón limpio.

           Parece que su cuerpo está cansado, pero aún tiene tanto por decir, la primavera no podrá detenerse. Me despido por la bocina del teléfono, la escritora me agradece por traerle a la memoria a Emilia Pardo Umaña. En ese instante no pude darle las gracias por su trabajo poético, no lo comprendía. Ahora vuelvo a ella sin conocerla en persona, me detengo en alguna esquina de sus poemas, me construyo y me encuentro en ellos, con cada uno descubro lo que soy. Debo seguir inventando a Maruja, hace falta un álbum fotográfico. Mientras tanto nace un manto de campo en medio del asfalto.  

 

Estefania Almonacid Velosa


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