Recuento de un candor salsero

 

El papá Ismael bailando con una señorita en una fiesta de diciembre.
Bogotá, años 70.  



       La primera voz que reconocí fue la de Óscar D’ León. En el vecindario donde viví mis primeros años, justo en el barrio Molinos en la ciudad de Bogotá, escuchábamos todos los días los discos del cantante venezolano, pero la sonoridad no provenía de nuestro apartamento familiar, surgía del espacio de Alberto Manrique, el vecino melómano que habitaba el apartamento del lado. Recuerdo a Alberto como un hombre que sufría la huida de su esposa, pero remediaba tantas lágrimas nocturnas con su mezquita de discos salseros.

         Luego nos trasteamos y no volví a saber de él. No obstante, esa música a la que llamaban salsa, la voz del cantante y la tristeza rumbera ya estaban muy adentro. Mamá, mis hermanas y yo, no reconocimos a Ismael Rivera ni a Óscar D’ León como el sonero mayor, fue Ismael Almonacid González, mi padre, el sonero de la familia. Mi padre nos enseñó a bailar salsa, nos compró los discos y el primer equipo para escucharlos.

        Siempre los cinco. Nadie más. La música llegó hasta los rincones y nuestra sala se convirtió en la mejor pista de baile. Fueron años dorados para que nuestros cuerpos aprendieran la sensibilidad. Después vino el colegio y las clases de danzas, inventar coreografías, mis hermanas y yo siendo dichosas en tarimas de teatros. En la universidad me apasioné con la música de Héctor Lavoe y Cheo Feliciano, me inventé un taller para enseñar salsa y en los productos de radio que realicé me permití el atrevimiento de incluir una salsita o bolero. Era primordial para que llevara mi sello. Mis hermanas también me trajeron noticias de canciones nuevas o de clásicos que no se escuchan en los emisores comerciales; aún me comunican hallazgos. Cuando empecé a ejercer la profesión de periodista frecuenté los bailaderos de salsa en Bogotá, no he visitado tantos, pero he podido volar en Salszburgo, Pachanga y Pochola, El rincón cubano, El goce pagano y Galería café libro.

     Pero el lugar en donde más he podido elevarme sigue siendo la sala de la casa. La convertí en un altar para llorar mientras bailo El eco del tambor de Dimensión Latina; la convertí en la cima de una montaña para soltar carcajadas con Fuego a la jicotea de Marvin Santiago; la convertí en un colchón de uvas para embriagar los pies de fascinación con Moreno soy interpretada por Tito Gómez. También, convertí la sala en dormitorios de sedas y velos para caer, posarme en la alfombra y mandar todo por la borda mientras suena El camino equivocado en la voz de Pedro Conga. 

      En la sala fue donde aprendí la importancia de bailar sola, para así lograr bailar con otra persona; como sucede en el amor, hay que amarse primero para saber amar a otra persona. Bailando sola he podido transformarme, las parejas se han ido, pero yo sigo firme, con el cuello estirado, los brazos altivos, la cadera inquieta, los pies palpitantes y la presencia de una fuerza sobrenatural engendrada en el pecho cuando llega el coro de Bochinchosa de Joe Cuba Sextet. Con ese impulso pasé al escritorio y en repetidas tardes y noches nació el poemario Zalamera.

       Las escenas de mi hermana Jhenniffer danzando Dile que por mí no tema en el auditorio León de Greiff, interpretada por Celia Cruz, se acomodaron en la habitación. También, el reflejo de mi cuerpo en los espejos del salón de danzas en la Universidad Nacional se acomodó en el asiento, era el tiempo en que estudiaba la maestría en literatura y ensayaba salsa antes de clase. Otras escenas más, el sonido del tambor durante la desilusión, los programas de radio sobre el bolero y la salsa que le dan sentido a los sábados y a los domingos, madrugar para bailar, escuchar los Hispanos en navidad mientras guardamos silencio con la copa de vino en la mano y la ausencia de la abuela Hilda en el alma. Todo esto es Zalamera. Mi cotidianidad que depende de todo el hallazgo musical. Es solo colocarle play a la canción, levantar los brazos para desvanecerse, para salvarse.

       Esta mañana escuché la historia de los derviches de Turquía en la voz de la historiadora Diana Uribe. Los derviches son los místicos danzantes que giran en la dirección de los planetas, se llaman los girófagos, un bailarín es el sol y los demás son los planetas, ellos giran en el sentido del universo. La danza de los derviches es una oración y buscan un estado de trance, se quitan una capa, se quitan lo mundano, cruzan los brazos y comienza a girar con un pie puesto sobre el otro. Giran y giran mirando un punto fijo para lograr un equilibro, para trascender un movimiento y para conectarse con la tierra. De ese modo se llega al éxtasis y a la divinidad de un encuentro espiritual. Ellos creen que el mundo es un océano de amor cósmico y que todo está basado en el amor. Me pregunto, ¿puedo ser una ‘derviche’ salsera? Al parecer, sí.

       Suena Óscar D’ León, la primera voz grabada en mi mente, desprendo los pies del suelo, el viento se vuelve dorado y lo cruzo con la elegancia de llegar a la alquimia que trasforma la coloración del mundo. ¿De qué color es la salsa? Es un arcoíris de algarabía que da la posibilidad de pensar que el mundo puede ser habitado. La sensación de mis pies al ritmo de los timbales es como si los metiera en una hoguera y luego bailaran en un piso congelado. De esa manera me dan deseos de explorar el mundo, de escribir, de leer, de pintar, de buscar, de amar, de fotografiar, de intentar y de fracasar. ¡Timba, timba, timba! ¡Pum, pum, pum! Es el sonido del instrumento que se fusiona con el sonido del corazón. Esto es una oración.  

         En tiempos de pandemia es la salvación. Como dice el maestro César Pagano, “para la pandemia, bohemia”. La salsa es la compañía, es el regreso y la resistencia. Aunque hagan falta los lugares de culto para ir bailar salsa, el goce se vive con más ímpetu en la intimidad de la sala y los cuartos; el corazón sobrevive y mientras bailo miro a la lluvia o al sol para robarles la atención. Le bailo al espejo, al sofá, a los retratos, a la cámara y a las cortinas. Por fin el día inmenso llega para enseñarle a bailar salsa a mamá. Soy de las que desbarata los muebles para tener espacio donde moverse, esto ha sido un desorden, pero aquí adentro todo está en su lugar, se da todo de sí hasta en el último aliento en el lodo, porque, como afirma la canción Bailadores de Nelson y sus estrellas… “la salsa na’ ma y no importa que el mundo camine pa’ lante y pa’ tras. Lo que falta en esta vida es rumba para matizar”.

 

Por Estefania Almonacid Velosa

Bogotá, octubre (2020).

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