El destacado de la semana...


LOS PERSONAJES QUE PARECEN ETIQUETAS

Por Héctor Rojas Herazo

   La propaganda, como el universo de ficción, tiene sus personajes clásicos. El hombre del gran bacalao a cuestas en los frascos de emulsión; el perro auditivo en los discos de la Víctor,  el cuáquero de las latas de avena; el cien científico victoriano en la portada de los almanaques Bristol; la vendiamiadora del amplio vanasto en las cajeticas de uvitas pasas; el dandy trotamundos que, impertinente y risueño con su monóculo en el ojo derecho, trata de atravesar desde hace 145 años el breve espacio de una marca de whisky escoses. Todos ellos han dejado ya de ser simples referencias comerciales para penetrar, con sobrados méritos, enun circuito de de fantasía que que los hace vecinos de Pinocho, del gato con botas, de Caperucita Roja y de Pulgarcito. Han dejado de ser etiquetas de productos comerciales para convertirse en personaje de carne y hueso. El secreto de esta mutación radica en cada uno de ellos nos ha sido familiar desde la infancia. Han sido personajes pintorescos con con algo de caseros como el vendedor de helados o caramelos, como la lavadora que nos visitaba los domingos, como el alguacil de nuestro barrio. Somos eso simplemente: rostros que se detienen ante las vitrinas de abarrotes, niños que comimos dulces, ingenuos que cosechamos el ritmos de las cosechas o el futuro de una pasión amorosa en el almanaque,  desmirriados infantes con una madre plantada ante nosotros con una cuchara de emulsión en la mano, charlatanes de bar alrededor de una botella.

    Para lo único que sirve los almanaques Bristol es para envejecer en los baúles. Cuando nos encontramos con uno de ellos, siempre tiene varios años de retraso. Sus cálculos, como es de toda lógica, tratándose de una adivinanza sideral, siempre son errados. Pero cuánta poesía, cuánto adorable chiste malo, cuánto ingenio consejo y cuántas máximas de escuela pública hay en sus páginas. Encontrarse con un almanaque Bristol es como encontrar una carta amorosa de un pariente fechada en un día misteriosamente lejano. Todo su anacronismo desaparece de golpe, nos borra el tiempo, para dejarnos sumidos en una atmósfera de imprecisión, de aromas vagamente aspirados, de memorias que pugnan por arribar nuevamente al paraje de nuestros sentidos. El señor que indefectiblemente aparece en la portada del almanaque  sin bigotes pero orlado por una suave barba, parece el médico bueno y humanitario de una mala novela de Dickens, De esa novela que, precisamente por no haber sido escrita, dejó al personaje a mitad de camino.

    El hombre del gran pez a la espalda es ese camino Gulliver que llegaba todas las mañanas a nuestra casa y ponía su escamosa carga sobre la mesa del comedor. Entonces, a una hora precisa de la luz y de la voz de la madre, despertaban suavemente los ruidos marinos y los timbres verbales de la casa. El hombre de la emulsión, el hombre que venía hasta nosotros desde su hiperbórea patria de hielos y de bruma, era un pariente más, un bulto entre los árboles, alguien que tenía derecho a esperar, sentado en un taburete de cuero, son su sombrero sobre las rodillas, su parte del desayuno. El pescador era una sonrisa grande y bondadosa sobre unas vestiduras apacibles. Algo de leyenda o de música emanaba de él. Lamíamos la cuchara y mirábamos su cara ancha sobre el fondo vegetal del pueblo. Recostado al horcón del vidrio del frasco de emulsión. Paternal y amable con su carga de juventud futura , de miembros sólidos y futuros, entre su pez de calcomanía.

    La zagala del cesto cargado de uvas vivía en la azotea de la alacena. Necesitábamos una silla, un libro sobre la silla y un cajoncito vacío sobre el libro para dialogar con ella. Era una princesita de cuento disfrazada de vendimiadora. Con su carita de Blanca Nieves y sus brazuelos de tierna manzana. Toda ella era un aroma, profundo y dulce, como el de la tabaquera que nos daba a oler el médico ingles que visitaba a nuestro tío. Un aroma solido que era violentamente masticado por nuestras fauces nasales apenas rebasábamos el murito de la azotea de la alacena.

   Abajo, entre los senderos del patio, seguía paseándose el hombre del bacalao a cuestas. Y nosotros en la cima,  mientras consumíamos las uvitas rugosas, cuya sabrosura aumentaba la prohibición, conversábamos ---en una conversación sin palabras, hecha de vocablos del regusto, con los vocablos de las glándulas salivales y de la travesura satisfecha----con la infantita sonrosada que cantaba a la puerta con su palacete de cartón. Era como vivir y respirara en la pagina de un cuento. El comedor y el tramo de la techumbre,  que alcanzábamos a divisar con nuestras pupilas oblicuas, se tornaba manso y colmado de  palpitantes olores como una bestia respirando. La casa entera ---con su dichosa condescendencia  con su quietud, con sus rincones cómplices --- participaba de nuestra trastada. En esos brevísimos instantes éramos felices. Definitivamente niños felices  Gozando de esa alegría sobresaltada y nueva que tiene el primer vuelo de un pájaro.


Tomado  de Señales y Garabatos del habitante, Colcultura , s.f.


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