El Bolero...



EL BOLERO


Fotografía tomada por Nereo López


Por J.G Cobo Borda

La más esplendida supervivencia de la tragedia griega


     Soy un adicto a los boleros. Una confesión de esta índole, en momentos en que las adolescentes desfallecen por John Travolta, es un síntoma indudable de vejez. Pero si por una parte me considero abanderado ferviente de la modernidad --los poetas deben andar en Renault 6 y cantar la belleza funcional de los supermercados--- por otra el reaccionario que también me acompaña mira hacia el pasado y añora ese tiempo feliz en que hombres y mujeres sufrían musicalmente: "amar es empapar el pensamiento en la fragancia del edén perdido".

     El falaz consuelo de saber que Ernesto Guevara, en las montañas de Bolivia, leía a Pablo Neruda, ese autor de boleros "ebrio de trementina y largos besos";  "la boina gris y el corazón en calma", no es suficiente. En este, como en otros asuntos de vital importancia, tampoco la ideología da la talla. Lo peor es que dicho vicio ---" el vicio de quererte me domina" --- carece igualmente, de un sólido arsenal lógico que lo respalde. Solo puede aportar un entusiasmo desordenado y, lo que es peor, una fidelidad a toda prueba. Son bien sabidas las relaciones entre el amor y la ceguera, pero implorar una "noche perpetua" es ya un exceso. El bolero, felizmente, trata de eso.

    Además, para alguien cuyo mayor orgullo reside en ignorar todo lo que se refiere al teatro contemporáneo (no es mi culpa: conocí antes a Woody Allen que a Santiago García) el bolero representa, sin lugar a dudas, la más espléndida supervivencia de la tragedia griega. En él los seres humanos avanzan hacia sus fieros desastres poseídos por verdades más intensas que el conocimiento: allí hay fatalidad y derrota; el oscuro mensaje de la sangre; corazones desnudos que no temen en incrementar a los dioses; en él, también, el azar resuelve los destinos, con un golpe seco; " Nosotros , que nos queremos tanto, debemos separarnos".  En la voz Los Panchos entendí, por fin, lo que en varias clases terriblemente aburridas, los despistados catedráticos ---y catedráticas--- de humanidades habían intentado explicarme, en vano, acerca de eso que los griegos llamaban ananke y los latinos fatum, "No me preguntes más, la historia de mi vida ha comenzado cuando llegaste tú". Y aquí está el quid de la cuestión; no es que uno escuche boleros, cuando está enamorado. Es que al oír boleros, uno se enamora. Como toda gran obra de arte, el bolero no remite más que a sí mismo. No es un sustituto para nuestra pobreza verbal, aunque todos hayamos aprendido el vocabulario básico, en dicha escuela. Es una evidencia irrefutable, que anula cualquier voluntad.


En su juventud García Márquez entonaba boleros, daba serenatas rimaba sentidos sonetos románticos. Después de estremecer al mundo de la literatura con "Cien años de Soledad" y de ver frustrada su aspiración de candidatizarse a la presidencia de la República, Gabito compone boleros hoy para Armando Manzanero, un mexicano que puso sus canciones en boca de Frank Sinatra. 

     "Cómo diablos fui a caer" se pregunta, angustiada Amalita Mendoza y la perplejidad de su interrogante es la misma que la de todos aquellos que nos hallamos presos en sus redes. El bolero, rey tiránico, resulta implacable. Allí no hay cronología que valga, pero gracias a una deplorable deformación profesional he descubierto antecedentes ilustres que se remontan a Rubén Darío ---"En tus promesas divinas/ no me hablaste de dolores, / ni en tus pintadas flores/ me enseñaste las espinas" y que llegan hasta el mejor poema que ha escrito Héctor Rojas Herazo y que se llama, como era de prever, "Segunda resurrección  de Agustín Lara". Habla  en él de sus "ojos de anestesiado faraón"; de sus canas de juglar con maletín y cuenta cómo  "entró en el cabaret y buscó a la adúltera. Y no hallándola arrodillada/ como era su deber y como él y todos los testigos los esperaban, se sentó al piano" y bendijo a todos los seres cantando, quizás, aquello de "el hastió es pavo real que se aburre de luz en la tarde", para hacernos entrar en el goce de "un nuevo y esplendoroso sufrimiento". 

    Lo curioso es que todos los adictos se sumergen en él de la misma forma: exentos de toda prevención, y carentes de todo remordimiento. Dichosos de sufrir. Los siquiatras, esos competentes, bien pueden hablar de frustración y masoquismo; los sociólogos  --" la sociología protege al sociólogo de todo contacto con la realidad", ha dicho Nicolás Gómez Dávila--- también han intentado las explicaciones que eran de esperar, el cantante de boleros exalta el vicio y alaba la bohemia haciendo de las mujeres pecadoras el reverso necesario a la construcción de vías férreas y la unificación nacional, como lo explica Carlos Monsivais, en Días de guardar. Pero ni siquiatras, ni sociólogos, han conquistado, que se sepa, la inmortalidad. Aquella que cuida de Roberto Ledesma y Daniel Santos; la que ya canonizó a Armando Manzanero y pronto llevará a los altares a María Luisa Landín; la que ha preservado, para siempre, a Los Tres Diamantes.

     De otra parte, el bolero es físicamente indestructible. Si ha soportado tanta palabrería cursi; tanto noviazgo empalagoso; tanta borrachera deplorable, es muy difícil que algo lo afecte. A estas horas quienes hemos visto pasar el rock- ahh, Billy Haley y sus cometas --- el twist, el bossa-nova... y no sigo para no revelar mi edad, nos queda el consuelo de que en medio de tanta frivolidad, sobreviva un islote: allí , donde con trémulas angustias musicales, caeremos en el  de la fatalidad. Allí, donde las mujeres han de ser soñadoras, coquetas, y ardientes, y donde inventaremos pecados nuevos, para estrenarlos contigo. Allí, donde pediremos que nos mientan, por una eternidad. Al fin y al cabo, la gloria no está en el cielo: la gloria eres tú. 

     "Destino fatal que la vida me trazó al nacer", modula Celio González en un bolero llamado, precisamente, Quimera fugaz, y la resignada altivez con que uno debe asumir el precio del bolero, es una prueba más de su significación: en él conviven la desabrochada arrogancia del hombre herido y el orgullo hecho trizas; la impúdica conmiseración, y el desespero suicida; la miseria de todos los días pero también, y qué le vamos a hacer, los besos eternos y aquello que solo se pueda llamar la Felicidad, con mayúscula. No se trata de una nueva fe, que necesite misioneros (léase: agencias de publicidad). Se trata de una iglesia, sólidamente establecida, a la cual los fieles acuden de modo regular. 

      El bolero no necesita convencer, y cualquier sórdida intención proselitista que pueda asomar en esas páginas, debe ser descartada ipso facto. El bolero sigue allí, imprevisto como el milagro. Lo he oído en una finca de pollo, en Ohio; en un atracadero de botes, a la orilla del Gran Lago de Nicaragua; en el sitio más yermo de la zona petrolera venezolana: Cabimas. Lo he oído también, en algunas páginas de Tres tristes tigres y en muchas de García Márquez. Gracias a esa ubicuidad transnacional no necesito creer en la importancia del Día del Idioma. Entonces, ¿para qué seguir? Solo en el mismo lenguaje del bolero; es decir: la poesía, se puede intentar reflejar, pálidamente, lo que este ha sido en la vida de cada cual. En la mía fue así: 


      OFRENDA EN EL ALTAR DEL BOLERO

¿Habrá entonces otro cielo más vasto
donde Agustín Lara canta mejor cada noche?
¿O seremos a penas el rostro fugaz
entrevista en los corredores de la madrugada?
Aquel bolero, mientras el portero bosteza
 y los huéspedes regresan ebrios. 
Aquel que habla de amores muertos
y lágrimas sinceras. Los amantes
se llaman por teléfono
para escuchar, tan solo, su propia respiración.
Pero alguien, algún día, en el desorden del trasteo
encontrará aquel menú, y un poco de aquellos besos, 
y mientras tararea: 
"déjame quemar mi alma, en el alcohol de tu recuerdo", 
escuchará una voz que dice: " la realidad es superflua". 

J.G. Cobo Borda.


Tomado de la Revista Diners
1991 





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