Corre, luego existe





Él es mi papá Ismael, en una de sus tantas competencias en Bogotá. 


      Siempre me gustó ver a papá corriendo... Unas piernas morenas, ágiles y fuertes que emocionaban a mi corazón de niña, que en esa época empezaba a sentir con certeza. Verlo en esas maratones con las que comprendí que el humano puede burlarse del tiempo. Y el sudor de su cara, y el número en el pecho y las zapatillas y la espalda que añoraban unas alas.

      Papá es eso, incluso más, el aplauso, el pódium y el trofeo. Siempre me pregunté por qué corría tanto, de qué huía, era capaz de correr un día entero, a dónde quería llegar, qué éxtasis traspasaban en su cuerpo cuando el viento golpeaba a remazos. Al parecer, existía con el latir acelerado y con las bocanadas de la espiración. Y es así que jamás he olido un sudor tan masculino como el de mi padre, en el sentido terrenal de la palabra; esto me hace recordar a mi abuelo Arsenio que caminaba por días de pueblo en pueblo con un bulto de papas en el hombro.

   Papá siempre llegaba de las competencias con el sudor en su frente  y la humedad salina marcaba un símbolo de valentía en mi mejilla. Me gusta de mi padre esa libertad en el cuerpo, por eso él sin pudor luce sus piernas y hombros sin pena, quizás lo hace por comodidad, pero yo creo que es por dejar ver la belleza de un buen hombre.

      Por eso admiro a esos hombres ágiles que van por la calle, que no tientan con la mirada sino que van concentrados en sus asuntos. Aquellos que madrugan para ver el amanecer entre las piernas del universo, que escuchan su cuerpo y cultivan su inteligencia. Esos hombres que no les importa sudar todo el día con tal que de llegar a casa y ver sus hijos e hijas sonreír. 




Escrito por Estefania Almonacid Velosa
Mayo 2016

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