Fastidio del domingo

     
Tomada por Esefania Almonacid Velosa. Villa de Leyva (Boyacá). Diciembre 2015.
      Se me pregunta por qué la jirafa no merodea los lunes y respondo con toda la formalidad exigida por el Padre Astete: “La jirafa no merodea los lunes porque tendría que ser escrita en la tarde del domingo, lo cual es sustancialmente imposible”. Nada se parece tanto a una tarde del domingo como una señora sentada. Pero no una esbelta y aclimatada señora propietaria de una corpulencia de condiciones decorativas, sino una de esas señoras rabiosamente antisindicalistas, con ciento cincuenta kilos de peso y dos metros de ancho, que se sientan a hacer la digestión después de un almuerzo espectacular. Así sentadas, esas reverendas damas empiezan a bostezar, a tratar de dormirse sin quererlo, a disfrutar del fastidioso placer de coquetear con el dueño sin darle tregua a la vigilia. Ese espectáculo -dos minutos después de iniciado- será suficiente para convencer al más incrédulo  de los espectadores que nada hay tan contagioso como la modorra, practicada dignamente por una dama de las dimensiones expuestas, y que – por las mismas razones – nada se parece tanto a una tarde de domingo en la ciudad como una señora sentada.
       Es posible que un miércoles o un viernes alguien se encuentre, de repente, con que ha perdido la imaginación de distraerse. Pero es casi seguro que en esa ocasión un buen libro o un mal cine pueden descubrir el secreto paraíso de la distracción codiciada. Los domingos no. Los domingos -y si lo son tan dominicalmente dignos como el que acaba de pasar – cualquier libro es mediocre y cualquier cine, así dure seis horas el espectáculo, no será nunca lo suficientemente completo como para solucionar el problema del fastidio. El domingo, ya en las horas de la tarde, el caballero más refinado empieza a perder su barniz de civilización, se vuelve analfabeto, insociable, y casi completamente antropófago, porque son las seis horas de la catástrofe semanal destinadas a conmemorar los días bárbaros de la edad de piedra. Solo un esfuerzo de voluntad nos impide entonces salir a la calle vestidos con la desabrigada piyama de la madre naturaleza y repartiendo garrotazos a diestra y siniestra, que debió de ser la forma en que los trogloditas celebraban sus fiestas patrióticas.
      De allí que el domingo sea, vertebralmente, un día equivocado, inútil, que debió pasarse de contrabando cuando los astrónomos tomaron las medidas del tiempo humanamente soportable.
      Por eso no acostumbro a escribir los domingos. Porque entiendo que la semana es un vestido que le queda demasiado grande a todos los hombres. El número justo es de seis días y hasta de seis días y medio si se prefiere la ropa holgada en un clima como el nuestro. Pero por mucho que se ajusten las costumbres, por mucho que se le borden arandelas y se le inventen bordes plegadizos al ancho vestido de la semana, siempre la tarde del domingo le sobrará al hombre de la ciudad y le quedará arrastrando como una cola fastidiosa y absurda.

Gabriel García Márquez
Periódico El Heraldo, febrero de 1950.
Tomado de Textos costeños. Oveja negra. 1981.

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