Divagación del optimista

    
Bogotá (2016)


      Para las dolencias del espíritu, puede ser la enfermedad una terapéutica excelente. La enfermedad aceptable. Sentida, resentida y consentida. Y mejor, si es el suave quebranto crónico, que impone la cotidiana cautela, y libra de sorpresas orgánicas. 

     Bogotá es el sitio ideal para estar enfermo. El paisaje, —cielo alto, árboles escuetos y aire limpio— es un paisaje de convaleciente y la convalecencia es otro modo de estar enfermo; un suplemento de la enfermedad. 

    También a mí, hace tiempo que me ocurren muchas cosas; por ejemplo, estar enfermo con apaciguadora periodicidad. Cultivo una leve enfermedad de confianza, que, como amiga fiel, me acompañó toda la vida, me libró, hasta ahora, de la enfermedad desconocida, y me lleva de la mano, por mundos y trasmundos, en un régimen de cautelosa prudencia. Es la dolencia coloquial, la enfermedad de cabecera. Viene conmigo de muchos años atrás; y le debo deliciosas angustias, y discretas compensaciones de amor y de amistad. Sería injusto, y poco elegante, quejarme. Y yo creo todavía en la sintaxis, y en la compostura interior que es la sintaxis del espíritu. 

    Puedo, a través de ese quebranto (funcional, según los médicos), hacer el cuadro clínico de una vida. Cada crisis marca un recuerdo y una imagen ausente: primavera gloriosa, cálido estío, y ahora prolongado otoño; ya con los picos nevados del invierno en torno. Y siempre en el espíritu las inevitables intermitencias, el pulso desbocado, como en el verso de Darío:


Potro sin freno se lanzó mi instinto,
mi juventud montó potro sin freno,
iba embriagada, y con puñal al cinto, 
si no cayó fue porque Dios es bueno.  

    Los nervios siempre en permanente ducha escocesa. Lo que los médicos llaman "desórdenes no estructurales". Que me libraron del derrumbe fisiológico, a través de una vida libre, errante y pródiga. Como el bastón nudoso, en la noche de los trenes, y en la madrugada de los barcos. Sin romper la arquitectura exterior, ni el eje de la conciencia. Hasta en la algazara de la política fue oportuna la angustia cordial. Su rauda punzada cortó en seco la clamante oratoria, y sofrenó el entusiasmo. El ángel guardián de la enfermedad sin remedio. 

    Hay, para mí, dos experiencias extraordinarias: viajar y estar enfermo. Cada una a su tiempo. (Opiniones personales, que son las únicas opiniones con buena conciencia). Formas de desplazamiento, de escapismo, de huir de los demás, y refugiarnos en nosotros mismos. El wanderlust auténtico; la enfermedad congenital. La quieta esencia de la soledad; viajar enfermarnos, y morirnos solos. La enfermedad es un viaje sin rumbo; y el viaje una dolencia orgánica. Hay que vivirlos ambos con madurez y lentitud. Solo en la mitad del camino de la vida se aprende a viajar y a estar enfermo. Deleitarnos en la noche de insomnio, bajo la  lámpara amortiguada, entre el aroma de los sedantes y el brillo helado de las jeringuillas. O hacer la travesía de los barcos entre la niebla, la manta sobre las piernas, el libro que no leemos, y la pipa extinguida. Viajar y esta enfermo con moderación.  "Hay que ser virtuosos con moderación", decía Montaigne. 

    También estar enfermo es como entrar a ejercicios espirituales. Y prepararse para una confesión general. La autoconfesión  para el arrepentimiento. Eso fue la obra, y el mundo maravilloso de Marcel Proust. Y Virginia Woolf quería que alguien escribieran  la novela de la influenza, el poema épico de la congestión cerebral, y el lamento lírico de la deshidratación progresiva. 

    Siento una repugnancia invencible por las gentes con cédula permanente de buena salud. Me parece la expresión exacta de la estupidez. Y no comprendo cómo no se ha escrito todavía la tesis académica sobre las relaciones entre la enfermedad y la inteligencia. No se enferma el que quiere, sino el que puede. Y el que sabe estar enfermo. Los demás ignoran la enfermedad. En estas cosas no hay honoris causa. 

     Escribir enfermo es un deleite; y una experiencia temeraria. Hasta un resfriado nos pone más cerca de la muerte. Una gota de sangre mal conducida por el túnel de las venas, y a lo mejor nos despertamos con la escolta de    arcángeles de cabellos dorados y arpas de la luna. Solo que, antes, el mal nos conduce a la infancia. "Escribo para ser fiel al niño que fui", decía Bernanos. Y don Miguel de Unamuno: "No sé cómo puede vivir quien no lleve a la flor de alma los recuerdos de su niñez". Y Rilke, en el castillo de la muerte, recorre solitario, en sus últimas cartas, todos los caminos de la infancia. La enfermedad es la infancia recobrada. Estas cosas no se explican. Pero se sienten. Y hay que dejarlas para las páginas del diario. Que se escribe siempre y no se publica nunca. 
   

José Umaña Bernal.
Carnets, Bogotá, Concultura, 1976.




Retrato de José Umaña Bernal. Tomada de:
 rincondepoetasmajo.blogspot.com
José Umaña Bernal. Político, diplomático, poeta  y periodista. Nació en Tunja en 1889 y murió en Bogotá el año 1982. Hizo parte del grupo intelectual Los Nuevos y fue director de Lecturas Dominicales. Entre 1958 y 1975 publicó sus columnas Carnets, Aproximaciones y Esfera literaria en el periódico El Tiempo. 

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