Auto + necrología

Emilia Pardo Umaña, junio de 1945.  En la casilla de profesión Emilia escribe: Cronista.
Foto: Colección Rosario del Castillo Pardo, Bogotá.



  "Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio".

      
        Conozco bastante las necrologías; de ahí el que les tenga un profundo temor. Sé que la necrología, con gesto hipócrita y galante (como el del caballero que besa con respeto, la mano fina y suave de la mujer de su amigo), tiende a relevar las virtudes del pobre muerto, mientras hace desaparecer suave y diplomáticamente hasta sus menores defectos. Podría pensarse que en este sistema social, admitiendo e imposible de censurar, hay un sentimiento humanitario y noble, que trata de enmarcar al fallecido dentro de la perfección como un homenaje de agradecimiento al verlo desaparecer. Pero no es así. 

     Cierto que al noventa por ciento de los muertos, que no dejaron de su paso por la vida sino algunos vestidos viejos y algunos chismes malévolos, la necrología los valoriza muchos más de lo que jamás pudieron imaginar en sus delirios de grandeza, pero esta mayoría beneficiada ni gana ni pierde. Representa dentro de la marea social a la clase media, a los seres insignificantes y buenos —"Se nace bueno como se nace rubio o moreno, de manera que es una estupidez jactarse de ellos"—. Palabras más o menos conmovidas y rimbombantes, no podrán hacer firme un recuerdo que ya en vida era borroso, hasta el punto de que cuando oímos la noticia de la muerte, tenemos que preguntar antes de empezar el "sentidísimo artículo": —pero, ¿luego no hacía tiempos que se había muerto?

    En cambio, las pocas personas que han logrado con potente esfuerzo de trabajo y voluntad crearse un personalidad positiva, la pierden lastimosamente por obra de tres o cuatro artículos conmovidos, en los que se lamenta la desaparición del ser indefenso, al que han enterrado para mayor seguridad. Es literalmente imposible salvar una personalidad de algún valor al hacerla indefectiblemente suave, benévola, comprensiva e inteligente. Este sistema mete a todos los humanos dentro del cauce tremendo de la perfecta normalidad, normalidad formada en un ambiente de vulgaridad aplastante. 

    Fue Wilde quien dijo: "Las mujeres nos aman por nuestros defectos". Es cierto; tiene que tener muchos defectos el ser que sea digno de una pasión. Los hombres lo han comprendido, y por eso al ver muerta la mano que sostuvo una pluma hiriente, mordaz, valiente y dura; o la boca que increpó violenta y se hizo irónica para modular la frase oportuna; o los ojos profundos que se adentran en el alma para acobardar al adversario, malévolos y crueles; o la mente soberbia, que supo dominar, vencer, engañar; al verlo frió, indefenso, con la vida rota, se venga con un estilo absolutamente mefistofélico, asegurando que ese señor "era bueno". Nulo, mejor dicho. Y eso está mal. Hay que ver el trabajo que una se toma para formar, endurecer y conservar de por vida unos pocos defectos respetables, para que se los quiten bondadosamente en la hora de la muerte. Es por esto que he resuelto hacer mi necrología. Una mas o menos no representa agotador esfuerzo para  mí, y en cambio me da ciertas garantías ante la posteridad. La que bien puede ocuparse de mí algún día, puesto que Maeterlink se ocupó de las hormigas. De modo que no extrañarse.

     Jorge Padilla me definió un día: "No cabe mayor intolerancia, agresividad, mordacidad, ni capacidad de ruido, en menor volumen". Creo que está bien. Además, soy distraída, maledicente, brava. Me interesan de manera especial los hombres muy altos y los bajos; los primeros por natural admiración ante un tamaño que me ha negado la naturaleza; los segundos por inteligentes. También me gustan los que tienen bellas cabezas, altivas y levantadas que recuerdan las de los revolucionarios franceses. Además, me gustan los médicos y los 'lagartos'; todos sin excepción. 

      Detesto los apóstoles de cualquier idea, los parientes, todo ser en general que se haga digno de una necrología, y los pobres de espíritu aunque de ellos sea el reino de los cielos. Entre las cualidades morales ambiciono la máxima capacidad de pereza y los movimientos lentos y sugestivos de las manos. Y por la utilidad de indiscutible que proporcionan, admiro la mentira y la vanidad. Entre mis cualidades aprecio más que ninguna una excesiva nerviosidad que me permite guardar armónica relación con mis conciudadanos, que no pecan de acuerdos en su mayoría. Además, soy un 'hueso', como podrá comprobarse poco después de mi muerte, o simplemente observando la calavera que he dejado sobre mi mesa con el autógrafo de Alberto Arango. Todo lo que he afirmado y seguiré afirmando desde estas columnas no lo sé con seguridad; y mis originales ideas las he ido formando con alas de cucaracha o sea con trozos de ideas ajenas. Soy un violín prestado, según Germán Ortega, pero explotado a conciencia. Y nada más, de modo que no calumniarme, ¿eh? Hasta mañana o hasta la eternidad, lectores. 




Emilia Pardo Umaña

Julio 10 de 1937

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