Maíz, el centro del pecho



Horno de la casa de la tía Cristina. Fotografía tomada por Estefania Almonacid Velosa. (2019)
    
    En una semana de introspección viajé a Úmbita (Boyacá), guiada por el olor del maíz amasado por las manos de dos mujeres. El viaje ritual consistió en tocar la tierra, subir la peña y entrar hacia al fondo de una casa para enfrentar el barro que coce el alimento. 

     Es hondo el lago de las sombras cuando se va la luz en el campo. En la falda de la montaña, entre el follaje, se va a dormir la humareda que sale del horno.
     
     El horno de la casa familiar ya no existe. En ese barro estaban las huellas de la abuela Silvina y el abuelo Arsenio, así como aún las contienen las paredes de la casa. El horno lo cubría una pequeña edificación de piedra, ahora, esas columnas aún están fuertes, con su techo, de cara al viento que viaja y regresa por abismos de cuencos inmensos. El horno lo derribaron mis tíos años después de que murieron los abuelos. En el pasado era obligatorio construir la casa y moldear el horno. Eso ha cambiado. En nuestros días es muy raro que se levante el olor del maíz en casas vecinas. 



Tía Cristina sacando los amasijos del horno. Fotografía tomada por Estefania Almonacid V. (2019).
     
      De la familia Velosa Huertas solo la tía Cristina  enciende el horno de barro que tiene en su casa, situada frente al peñasco de la vereda 'Tambor chiquito'. Todos los años Cristina recoge todo el maíz, lo desgrana y lo muele, lo aprendió de la abuela Silvina y desde entonces no se le ha olvidado. Cristina es el alma visible de la abuela. La tía realiza el ritual  escuchando la emisora Santa Brigida Stereo, sin decir palabra, con un sorbo de guarapo a cada tanto. A veces mamá Aurora la acompaña  y juntas mezclan la harina, la mantequilla, la leche, el queso y los huevos, para hacer las almojábanas, arepas, envueltos, la mantecada y las colaciones. Todo eso se cocina mientras se conversa con la familia, se ríe y se toma cerveza y guarapo.

      También, cuando estamos reunidos, se condimenta carne de res o de cerdo y se asa en el gran horno. Cuando ya está lista, la carne se complementa con deliciosas arepas. El trozo en el paladar, placer concebido. Las reuniones en torno al calor son hasta que el cielo esté por completo rayado por la luna, cuando agoniza la leña. 



Manos de mujer desgranando la mazorca. Fotografía tomada por Estefania Almonacid Velosa. (2019)


       En la mañana las cenizas están listas para convertirse en niebla o para que el viento las desmorone aún más. El barro vuelve a helarse, un Turpial Toche mira su reflejo en el ventanal, el antifaz atrapa el sombro de mi hermana Jhenniffer . Los canastos están llenos de ofrendas de maíz; las colaciones son las más apetecidas, esas galletas en forma de trapecio, dulces y polvorosas, esas mismas que saben exquisitas con café, están escondidas.  Luego aparece el plato de changua entre las manos y el chocolate con arepa; el desayuno se consume en la peña para corresponderle a la tierra, con el maíz caliente en la mano y en la boca nos sentimos elegidos. 


Lugar donde antiguamente estaba construido el horno familiar. Fotografía tomada por Estefania Almonacid V. (2019).

        El silencio incumbe en el frío de la mañana. Es domingo. Nos preparamos para regresar a la ciudad. La tía Cristina nos empaca todos los amasijos posibles en una bolsa. Ella se despide en la puerta de su casa mientras la camioneta se aleja. Al distanciarme con su imagen me pregunto qué pasará cuando ella no esté entre los mortales, qué pasará con el ritual del maíz. Hace unos días mamá me contó que volvería a construir el horno de la casa familiar, entonces, en ese momento, la vida se alargó para preparar los ingredientes y mis manos. 


Escrito por:

Estefania Almonacid Velosa





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