El destacado de la semana...



ESHER SE HA PINTADO EL PELO

Por Alberto Ángel Montoya

Nereo López, Bogotá. 1957.

   Hasta nuestro retiro campestre nos ha llegado una noticia insólita. Una de esas noticias que no sabemos si nos entristecen, pues nos hacen olvidar hasta el dolor. Nos la trajo el primer tren en la carta de un amigo que, conociendo lo que valen para nosotros las circunstancias imprevistas que pueden variar el itinerario amoroso de un crepúsculo, y quién sabe si la ruta placentera de toda una vida, no quiso esperarse a vernos para darnos la nueva: Esther se a pintado el pelo. 

       ¡Ah! Todas aquellas imágenes inventadas una noche para enaltecer ese racimo de cabellos oscuros que vendimiaron nuestros besos. Aquella cabelleras exprimida en una caricia apremiante sobre la complicidad de la almohada, y que solo perdía algo de su negrura cuando se abrían los ojos en espera de la última palabra angustiosa. Aquella velada inolvidable en que nuestras manos ensayaron los más diversos peinados sobre la loca cabecita, para besar en una sola noche a todas las mujeres de cabellos negros, cuya liviandad las hizo inmortales en la leyenda o en la historia. 

       Aquella figura de carnaval que pintamos en un breve trance impresionista para copiar la embriaguez de la pupilas , mientras las mano, increíble de blancura, detenía un momento sobre le mentón negro antifaz que no pudo ser más negro que las trenzas. Y por último, aquellos poemas en prosa que Esther no escuchó nunca y que ya no debe oír, pues han perdido su virtud ante la barrita milagrosa de la industria de monsieur Lesquendieu. Frente al papel violeta pálido con blasón azul donde unas pocas palabras nos dan cuenta del último capricho de la amiga , nuestros ojos se han quedado extasiados. El final de la carta nos explica que Esther ha tenido el buen gusto de no cambiar el color de sus cabellos con la osadía con que cambia de amor. Ha elegido el color castaño para no pasar del negro absoluto al ruido total. 

      Hemos doblado la carta con la misma unción amorosa con que hubiéramos ensortijado dentro de un relicario el último rizo de un amor abolido, y nos hemos quedado en Shopenhauer, a quien se le olvidó decirnos que el color de los cabellos ayuda a pensar a las mujeres, y que tal vez por eso las canas traen consigo la reflexión. El pensamiento de Esther debe ser en estos días de un tono discreto de caoba que contrastará muy bien con la palidez de sus ideas. Las bellas mentiras en la fisionomía de las mujeres, antes y después del soneto de Argensola, han sido siempre la verdad absoluta. Un lunar que aparece de improviso una mañana en el mismo sitio en que la tarde anterior solo había blancura mate o leve carmín, inventa para el amor el encanto de lo imprevisto y de lo nuevo. 

       Pero para aquellos que gustamos de retornar a ciertas mujeres para volver a hallar lo que en ellas dejaron nuestras palabras o nuestros besos, en un atardecer o en una aurora, estos cambios repentinos nos robaron el recuerdo. Por eso para nosotros la cabeza de Esther será mañana un paraje desconocido y acaso un poco triste, aunque en él haya vuelto a brotar la primavera

       Parecía inadmisible dentro del orden de nuestras ideas un comentario escrito a un capricho de mujer, y mucho más si se supiera que la mujer que lo ha inspirado pertenece a esa clase de muchachas que aprendieron a leer en La dama de las Camelias. Pero no les parecerá extraño a quienes, como nosotros, tienen el convencimiento de que la mujer, condúzcanos a ella un sendero tortuoso de pecados o florecido de inocencia de inocencia, no es otra cosa que el molde carnal que elige nuestro espíritu, para amarse a sí mismo en otro ser, cuando es necesario darle forma real a lo que en nosotros es puramente idea. 


Nereo López, Yopal ,Casanare. 1958

       Concretemos: hemos llegado a la espiritualización de la carne. Solo amamos en las mujeres el amor que les hemos inspirado. Para nosotros los celos serían una defensa de nosotros mismos. El dolor de perder a una mujer, no es más que la angustia de pensar que ella ya nos ama. De donde se desprende que nada importa que la mujer ser arcilla o sea mármol, si al contacto de nuestro deseo o de nuestra ternura , va a ser pura obra amor.  (Así hubiéramos hablado en un banquete ofrecido por una cortesana de Atenas o de Alejandría, cuando las mujeres eran estatuas vivientes y el perlo solo ocultaba algunas partes del cuerpo, para obligar a pensar mejor en ellas. Hoy el vestido es una porción integrante de la mujer, y deberíamos espiritualizar también la moda, en su forma, en su color, en su materia. Una mujer bien vestida es hoy la única mujer digna de desvestirse bien. Y entonces algo de ella se queda en nuestras manos. El maniquí ha reemplazado a la estatua).


       Explicada así la espiritualización de la carne, debemos pensar en la depuración de nuestro espíritu en el molde carnal de la mujer. ---Carnal únicamente, ya que la inteligencia de de una mujer solo es posible medirla con el cariño que nos profesa---. Surge inmediatamente en nuestro pensamiento el predominio del detalle sobre  sobre el total femenino ----el fetichismo, podríamos decir---.  Detalle que es el amor, lo que el alcaloide es al "todo" que lo produce. Cuando se ha amado mucho, y se sufrido más, el hombre que no pone su espíritu al servicio de sus sentidos para dignificarlos, se crea un tipo de mujer que solo es posible encontrar realmente en una dispersión de encantos repartidos entre los diferentes ejemplares de mujer que nos depara la aventura. 

        De todas la mujeres que nos amaron, algunas tuvieron la sonrisa de la mujer interior. En otras encontramos la euritmia perfecta. Una tiene todavía la mirada. Acaso Esther tenía el cabello. El beso que nos ganó la posesión de la mujer ideal a la realidad de una mujer. Hemos visto marchitarse amantes que lograron conservar en plena juventud el motivo que alguna vez fue nuestra alegría o nuestro dolor, y al volverlas a amar las hemos encontrado tan bellas como entonces. 

"Apasionada, Venezuela". Leo Matiz .Colombia, 1956. 

 ¿Se podrá verdaderamente compendiar una mujer en uno solo de sus encantos, así como toda la savia de una planta solo es suficiente para producir una pequeña dosis del espíritu químico que nos brinda el ensueño o la desesperación?  No queremos comprobarlo, pero sabemos que así es. Y he aquí por qué en esta tarde de principios de invierno, mientras el tronco de cabellos va tratando acompasadamente sobre el camino tapizado de hojas caídas que aún guardan la humanidad de la noche, nos ha sobrecogido un leve estremecimiento melancólico, al acercarnos al sitio en que otro tiempo la brisa despeinada junto a nuestro labios los cabellos de Esther. Es el mismo paisaje de alisos y cerezos que gustábamos ver reflejado en las pupilas de la amente. El agua que vino con la luna les ha lavado a las frondas el polvo del camino, y aunque los campos conservan todavía el color ceniciento que les dejó el verano, el aire es fresco y trae aromas de tierra humedecida. 

       Pero no se vaya a creer que venimos a este pasaje encantador, para grabar con el ángulo de nuestra sortija un epitafio dolorido sobre la piedra donde Esther se sentaba con nosotros, mientras una amiga disponía los manteles para el almuerzo campestre de Manet. No;  no vamos a llevar a cabo ningún rito sentimental. El piso está demasiado húmedo para ensayar un breve viaje a través de los recuerdos, y la señora de U** nos espera para el té. Veníamos únicamente para convencernos una vez más de que nada hemos perdido. 

       La negrura de los cabellos de Esther vuelva a ser nuestra. El ébano sedoso que recorrían nuestro labios, murmurando una palabra cuyo significado en vano se trataría de averiguar, ha retornado a nuestro sueño interior. Es la hora que comienzan a escucharse canciones solitarias por el silencio de los caminos. Ya estamos en el sitio de las evocaciones, pero  un momento antes de alejarnos, mientras el cochero disminuye el trote de los cabellos para pasar el puente tendido sobre el río, donde una tarde la amante de otros días se humedeció las manos después de habernos ofrecido entre sus sus dedos los "langostinos y las fresas", nos preguntamos sonreídamente: ¿mañana, cuando entre una y otra pintura del pelo, Esther descubra que en su cabeza han aparecido las primeras canas, denunciadoras de los últimos besos, su cabello volverá a ser negro o será rubio?.



 El Gráfico, 6 de mayo de 1933


Alberto Ángel Montoya nació en Bogotá en 1902 y murió en la capital en 1970. Heredó y quiso interpretar las más finas costumbres santafereñas. Repartió su trabajo de escritor entre ensayos en prosa y poesías que fueron calificadas como galantes y eróticas. Publicó sus artículos Cromos y El Tiempo y recogió sus ensayos y notas lugares en los libros El hombre que se adeleantó a su fantasma, Ángulo y Rincón del memorista. 

Tomado de Antología de notas ligeras colombiana, Bogotá, Aguilar, 2011. 


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