Las perlas de la Guajira

Tomada de  www.colombia.travel

 
Estoy conociendo La Guajira en avioneta monomotor, y ando corto de gasolina. Aterrizo en el arenal que sirve de aeropuerto a Uribia, una ciudad que parece diseñada en el desierto por Le Notre con avenidas y Round Points , pero con pocas casas. Lleno mi tanque con la única gasolina que hay, que es para camión, y despego hacia la costa. Sobre el sitio que mi mapa denomina Carrizal, se me apaga el motor. No le gustó la gasolina.

Aterrizo en la duna detrás de la playa y veo que corre hacia mí una turba de Wayú casi desnudos (taparrabos con borlas) gritando uchí, uchí . Uno lleva colgada al cuello una cruz de hierro alemana; durante la guerra en estas playas descansaron submarinos. Habla un poco de español, y me explica que uchí significa ave . Los demás me toman de la mano y me llevan a su poblado en la playa: hamacas colgadas de estacas, alguna garita, y unas canecas extrañamente interconectadas. Las mujeres llevan largas mantas de algodón que se les pegan al cuerpo con el viento; algún misionero les enseñó a no andar desnudas pero no pudo prohibirle al viento que les dibujara sus cuerpecitos.

Me guindan una hamaca debajo del ala de mi avioneta. Hace frío, pero arropado en mi saco de vuelo duermo bien y de madrugada me despierta el griterío de los pescadores de perlas que bajan sus canoas al mar. Zarpo con ellos. En cada canoa va un viejo con una gran totuma, y varios jóvenes que muerden guantes de piel de chivo para ablandarlos, llenan sus pulmones, y se hunden en el mar agarrados a unas piedras de lastre. Reaparecen uno por uno, le entregan al viejo puñados de ostras, él las abre y echa las ostras con su jugo a la totuma. Cuando hay perla la guarda con cuidado en un taleguito que lleva al cinto. Los jóvenes silban intermitentemente antes de volverse a zambullir; por qué? Para oxigenarse; los indios ecuatorianos hacen lo mismo cuando caminan volcán arriba.

Al anochecer se reúne todo el pueblo en la playa alrededor de un fuego sobre el que hierven lentamente las ostras. El más viejo empieza a contar cuentos de mar con mímica que hasta yo entiendo. Se ve rondar el tiburón y el viejo le clava su cuchillo en la tripa; se ve cómo la barracuda se roba de un bocado la mitad de un pescado pero huye como un perro cuando el viejo nada hacia ella.

Al fin, en una pausa, todos se fijan en mí y resuelvo preguntar si aquí hay pulpos. Hago tentáculos con los dedos. Pu po, pu po , pregunta el viejo tratando de entender. Hago ventosas con la mano y hago como si chupara. Pu po, pu po dice el viejo, como empezando a comprender. Me envuelvo a mí mismo en un gran abrazo y peleo como si el pulpo quisiera llevarme al fondo. Matrimonio dice el viejo con una sonrisa triunfal, y todos sueltan la carcajada. Seguramente el misionero que trajo las mantas también explicó a los Wayú nuestras extrañas costumbres matrimoniales, y lo que logró fue que al pulpo lo llamaran matrimonio.

Apunto a una joven bonita y haciendo como si le diera el brazo logro averiguar cómo es entre ellos el matrimonio. Primero la madre cobra varios corderos por la novia, luego la encierra en una garita hasta que su tez blanquee, y finalmente anuncia al novio que su novia ha hablado con la luna y se puede casar. Si luego el marido la quiere devolver, la madre le devolverá los corderos; de pulpo, nada. Lástima no haber traído unos cuantos corderos en la avioneta.

La sopa de ostras es deliciosa. El Pacho , otro plato típico es menos apetitoso: cordero hecho pedacitos a machetazos y cocinado en su propia sangre, sin desperdiciar nada. El trago se destila en las canecas interconectadas a base de cabuya mascada y pilas viejas, y al lado hay unas estacas en las que las mujeres amarran a sus maridos cuando han tomado demasiado chirrinche , para que rían todo lo que quieran sin molestar a nadie.

Sin mucho afán limpio el carburador de la avioneta y cuando prende el motor viene medio pueblo a echarle machete a todo lo que pueda obstaculizar mi despegue. Los Wayú se despiden de mí gritando uchí, uchí , y ese es el recuerdo que me llevo de este mundo idílico, más un par de perlas.

Años más tarde llevo a La Guajira a Lita, mi mujer, que a pesar de las perlas nunca ha creído del todo mi cuento. A Carrizal ya llega un carreteable y vamos en jeep . De lejos se ven varias pequeñas construcciones de mampostería, y a la entrada del pueblo un viejo vende langostas. Mientras regateamos me mira de reojo y, pagadas las langostas, me dice: No fue usted el que aterrizó aquí hace años? .

A pesar de la llegada de nuestra dudosa civilización occidental , todavía es poco lo que aquí ha ocurrido. Lita ahora sí cree mi cuento.


Escrito por Mauricio Obregón 

Tomado del periódico El Tiempo 

13 de junio de 1995

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