El cine doméstico

       


     Los domingos parecen inspirados en el cine. Es el día indicado para ver la vida pasar en una pantalla. Una tras otra para olvidar que será lunes y algo dolerá. A su vez cualquier alma libre comprenderá que para el cine no hay día inoportuno.

       El desplazamiento del teatro al cuarto fue definitivo, después de tanta soledad no hacía falta volver atrás. Las seis de la tarde, la llegada a casa, el café y las galletas, la cama extendida, el desliz del gato y al frente la pequeña pantalla. Evocar al profesor de historia que le encantaba las películas de amor (Posdata: Te amo) y a la hermana de pelo corto que disfrutaba las películas de mujeres solas (Violett), qué decir del papá que se encerraba por horas viendo las clásicas películas de un hombre mexicano bastante pintoresco (El profesor).

      El cine se encargó de darle temperamento a la cotidianidad, los recuerdos se volvieron responsables, ya no hacía falta la reconciliación con el exterior para darle posibilidades al existir. Mal o bien se iba creciendo, se fortalecía ese mundo intimo en el que todos habitaban. Amar, llorar y temer en un comienzo que no necesitaba final porque lo visto ya no tenía marcha atrás.

    Desde el primer plano el viaje era definitivo,  el insinuar perderse era la fascinación.

       Todas las casas se convierten en palacios cuando hay un lugar de refugio, un florero en un esquina de sombra puede ser la solución al momento de zozobra. Ver una película a solas es emprender una vida incandescente, se aprende que la anatomía del silencio frente al dialogo, la fotografía y la banda sonora son el acuerdo para convivir con uno mismo. Sin embargo, la compañía siempre es grata cuando se contempla con la misma pasión, vale más dos asombros que uno, y ese pequeño giro para mirar con el rabillo del ojo al compañero para saber si se durmió o está atento o llorando es confortable para el cinéfilo.

      Detener la película para ir al baño, respirar, tomar algo y volver a la trama. Saber que el resto de la casa está sola y que solo una pantalla titila como luciérnaga entre los edificios. El placer en la oscuridad es enigmático en el acto amatorio o viendo una película, es la única forma donde el insomnio se convierte en personaje.

       Odett, una comedia de la felicidad es perfecta para verla con la mamá un sábado en la tarde, vendría bien una dona de chocolate con café, ella  sonreirá en toda la película. El ladrón de palabras es ideal para verla un domingo después del almuerzo en compañía de la familia, está cargada de tensiones y melancolías cubiertas de encuentros desencadenantes. Alex y Emma es una comedia romántica sobre un escritor y su problema de construir una historia, el lunes es el día para verla con manzanas rojas y almendras. 

        El martes es difícil para ver una película porque es un día donde todo se olvida, ya está presente el cansancio de la monotonía, no obstante El juego del matrimonio tiene el encanto de la seriedad de las relaciones humanas, la seducción y los escenarios urbanos son propicios para la expresividad del derroche. El siguiente es el miércoles para ver La llave de Sarah, tiene la fortuna de narrar el holocausto nazi en la voz de dos mujeres, de paso llega el jueves para prepara la cena y después ver Un toque de canela,  un alma gemela debe probar esto y ver el encanto de hacer caer azúcar en el seno materno. 

       Por fin llega el viernes con El lector, perfecta para verla con la ventana del cuarto despejada, dejando vislumbrar el ruido de las estrellas, una compañía amorosa sabrá disfrutar el paseo en bicicleta: una escena  memorable.


         Así, sencilla y sutilmente el calendario se va derritiendo y las historias se irán amontonando en un alma sensible que pueda desvestir sus deberes para ocuparse del atrevimiento de envolverse en el amor al cine. 


Escrito por Estefania Almonacid Velosa


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