Labranza bajo la lluvia
Tomada por Estefania Almonacid Velosa |
Eran las seis de la
mañana cuando el pueblo estaba desierto. Lo colmaba una neblina que había
venido amenazando los últimos días. Las calles tenían un aspecto parco que
lucían con el frío intacto de un reloj detenido.
Amaneció siendo domingo para
que el viento abriera a la fuerza las puertas. De ellas salía el olor del caldo
hirviendo y del chocolate espumeante sobre mesas decoradas con canastos y
panecillos de maíz. Había razones, era día de fiesta.
Al estar el día en plena
expresión llegaron los camiones cargados de verduras y frutas en la plaza de
mercado. La mañana suspiraba en cada esquina, el frío se envolvía en penosos
rayos de sol, al parecer las estaciones se iban turnando en cada cuadra. En el parque central de Úmbita llegaban
hombres y mujeres con sombrero y ruana impecables, en sus manos cargaban
bultos de papa, costales con mazorcas, bolsas de envueltos, frutas, dulces
caseros y cañas de azúcar. Alrededor del parque se asentaron en grupos que
llevaban el nombre de las diferentes veredas: La palma, Palo Caido, Tambor chiquito, Tambor Grande, Sisa, El Bosque, Boquerón, El Uvero, Alta Misal, Nueve Pilas y Los Rosales.
Tomada ´por Estefania Almonacid Velosa |
Pequeños
mercados conformaban la ofrenda para el santo San Isidro, patrono de los
campesinos. En la entrada de la iglesia estaba él, lucía un sombrero, miraba
con devoción al resplandor y en su ruana colgaban billetes que le dejaban los
habitantes del pueblo, las personas iban llegando, se quitaban el sombrero para
rezarle y dejaban colgando el billete y algún alimento.
La
carranga que trasmitían desde una tarima ambientaba la alegría de los
allegados. Una carpa de dulces hacían ver definitivo el encanto de la festividad,
los niños sonreía, parecían haber comido pomarrosas porque sus mejillas
contenían el aspecto rozagante de la felicidad. Correteaban y comían helado,
tomaban a sus madres de la mano y entraban a las tiendas pidiendo a gritos
golosinas.
Entrando
la tarde los campesinos se conglomeraron en la mitad del parque, todos estaban
atentos al trapiche que los brazos fuertes de más de cinco hombres movían en
circunferencia. Las mujeres ansiosas pasaban la caña al trapiche y miraban con
orgullo al sacerdote que con la sotana puesta y la biblia en la mano ayudaba a
los hombres a hacer fuerza. El dulce de
caña caía en dos baldes para luego repartirlos en vasos a los que se
encontraban acompañando el ritual.
A las
tres de la tarde ya estaba listo el primer grupo musical que tocaría para los
úmbitanos. La carranga con mezcla de norteña empezó a sonar fuerte en los instrumentos
de seis hombres vestidos de pantalón negro, chaqueta tabaco, botas texanas y el
infaltable sombrero de cuero. El público los aplaudía pero ninguno se atrevía a
bailar todavía, la maratón de carranga bailable sería más tarde, al parecer
estaban ahorrando energías para ganarse los quinientos mil pesos.
Ya era
tarde para el almuerzo, pero cuando es domingo las horas se estiran para que el
día parezca más largo. Los restaurantes inspiraban olores de condimentos,
gallina y fritos, ya se veían familias enteras escogiendo el lugar para
almorzar, otras ya tenían la presa de pollo en sus bocas y agachados en los platos de caldo disfrutaban saludando a personas conocidas. Sin embargo el
lugar más apetecido para comer era en Fritanga Doña Amparo. Dos comedores
largos, el mesón donde una señora sudaba fritando las papás criollas, la
rellena y la longaniza, la nevera de las bebidas y un almanaque de un
restaurante de comida oriental, componían el restaurante donde entraba y salían
personas con aspecto de satisfacción agradeciendo al mesero que secaba el sudor
de su cuello y frente con una bayetilla roja.
A las
cuatro de la tarde el día dio un vuelco
inesperado. Las tiendas fueron el primer
indicio para saberlo, después del almuerzo las personas esperaban caminar para
hacer la digestión, pero no se pudo, al contrario, tuvieron que elegir una
tienda, pedir cerveza y esperar que la lluvia calmara. Todas los
establecimientos alrededor del parque estaban atiborradas de miradas ausentes,
una a una las cervezas hacían fila para todo el que entrara.
Los músicos
subían sus instrumentos al carro, la vaca que iba ser subastada esperaba
impaciente el llamado, dos niños la llevaban en un lazo y parecían contentos
como llevando a su mascota a pasear, el animador era el menos animado, el agua
invadió los mercados y las gallinas amarradas en la puerta de la iglesia se
mojaban sin piedad. Las ofrendas de cada vereda se fueron subastando, un
afortunado podría llevarse todos los alimentos a su hogar, cuatrocientos mil
fue lo máximo que dieron y así, poco a poco fue desapareciendo el colorido del
parque. ¿Y la maratón? Cancelada. Nadie quería atreverse a bailar en medio de la
lluvia. La música se apagó, la tarima quedó vacía, los puestos de artesanía se
escondieron y la iglesia cerró sus puertas, quizás San Isidrio no soportó el
frío y se fue a dormir.
Los
buses hacía las veredas estaban listos para partir, se oyeron despedidas y los canastos estaban llenos. De un momento a
otro los camiones arrancaron y el Castillejo, nombre de la gran montaña que se
ve desde el pueblo, extendió sobre el
pueblo una bruma intensa ese domingo del mes de mayo en Boyacá.
Escrito por Estefania Almonacid Velosa
Mayo 2015.
Comentarios
Publicar un comentario